«¿A qué compararemos el Reino de Dios?
Es semejante al grano de mostaza...» (Mc 4,30- 31)
[...] Nuestras obras, como el granito de mostaza, no son comparables a la grandeza del árbol de gloria que producen, pero tienen, sin embargo, el vigor y la virtud de operar esa gloria, pues proceden del Espíritu Santo, el cual, por una admirable infusión de gracia en nuestros corazones, hace suyas nuestras obras, y, al mismo tiempo, deja que sigan siendo nuestras, pues somos miembros de una Cabeza, de la cual Él es el Espíritu y estamos injertados en un árbol del cual Él es la savia divina.
Nuestras obras son, ciertamente, extremadamente pequeñas y nada comparables a la gloria, pero el Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones por la caridad, las hace en nosotros, por nosotros y para nosotros, con un arte tan exquisito que esas mismas obras que son todas nuestras, son más aún suyas, pues como Él las produce en nosotros, nosotros las producimos recíprocamente en Él; como Él las hace para nosotros, nosotros las hacemos para Él, y como Él obra con nosotros, nosotros cooperamos también con Él.
Y como de esta forma Él obra en nosotros y en nuestras obras y, en cierta forma, nosotros obramos y cooperamos en su acción; Él deja para nosotros todo el mérito y el provecho de nuestras buenas obras y nosotros dejamos, para Él, todo el honor y toda la alabanza, reconociendo que el principio, el progreso y el fin de todo el bien que hacemos depende de su misericordia, por la cual ha venido a nosotros y nos ha asistido; ha venido a nosotros y nos ha conducido, acabando así lo que había comenzado.
¡Dios mío, Teótimo, qué bondad tan misericordiosa con nosotros es darnos esta participación!
Nosotros le damos la gloria de nuestras alabanzas: y Él nos da la gloria de disfrutarla. En suma, por unos ligeros y pasajeros trabajos, adquirimos bienes para toda la eternidad.
«Si tuvierais fe como un grano de mostaza...» Mt 17, 20
Como los que están expuestos al sol de mediodía, que nada más ver su claridad ya notan su calor, así la luz de la fe, en cuanto lanza el esplendor de sus verdades al entendimiento, inmediatamente nuestra voluntad se siente con el calor del amor celestial. La fe nos hace conocer, con infalible certeza, que Dios es, que es infinito en bondad, que puede comunicarse a nosotros y que no sólo puede sino que quiere; y que, por su inefable bondad, ha puesto, a nuestra disposición, todos los medios necesarios para que lleguemos a la felicidad de la gloria inmortal.
Nosotros tenemos una inclinación natural hacia el soberano Bien y, como consecuencia, nuestro corazón siente una íntima urgencia y una continua inquietud que nunca acaba de calmar y no cesa de demostrar que le falta la perfecta satisfacción y el sólido contento. Pero, cuando la fe representa a nuestro espíritu, el bello objeto de su inclinación natural, oh Teótimo, ¡qué bienestar, qué delicia, qué estremecimiento universal en toda nuestra alma! Y ésta, llena de sorpresa ante esa excelente belleza, exclama: ¡Oh, qué hermoso eres, Amado mío!.
... Así, mi querido Teótimo, nuestro corazón, que ha llevado por tan largo tiempo esa inclinación hacia su soberano bien, no sabía a dónde tender; pero, en cuanto la fe lo ilumina y se lo muestra, ve claro que eso era lo que anhelaba su alma, lo que su espíritu buscaba y lo que su imaginación veía, pues el corazón, por un profundo y secreto instinto, tiende, en todas sus acciones, y pretende la felicidad y la va buscando por doquier, como a tientas, sin saber dónde reside ni en qué consiste, hasta que la fe se la muestra y le describe sus maravillas infinitas; y entonces, de repente, la voluntad concibe un extremo deleite en ese objeto divino.
Y lo mismo que el pájaro al que el halconero le quita la caperuza y ve volar la presa, se lanza en rápido vuelo. Y si se ve sujeto, aún por la brida, se debate con gran ardor, así cuando la fe nos ha quitado el velo de la ignorancia y nos muestra el soberano Bien, lo deseamos con un deseo creciente siempre, y exclamamos: ¿cuándo veremos tu rostro, oh Dios Todopoderoso?.
Francisco de Sales
Tratado del Amor de Dios: El Espíritu hace crecer y dar fruto
«¿A qué compararemos el Reino de Dios? Es semejante al grano de mostaza...» (Mc 4,30- 31)
XXI, 6. Tomo V, 256
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