Se comprende que el pueblo de Nazaret, que había visto crecer en medio de él a Jesús, se sorprendiera al oírle proclamarse a sí mismo el Ungido de Dios de que había hablado Isaías. Ahora se encontraban ante esta disyuntiva: o le aceptaban como el que venía a dar cumplimiento a la profecía, o se rebelaban contra Él. El privilegio de ser la cuna del tan esperado Mesías y de aquel al que el Padre celestial había proclamado en el río Jordán como su divino Hijo, era demasiado para ellos, debido a la familiaridad que tenían con Él. Preguntaron:
“¿No es éste el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 3)
Creían en Dios en cierta manera, pero no en el Dios que vivía cerca de ellos, se hallaba en estrecha familiaridad con ellos y con ellos compartía su vida cotidiana. El mismo género de esnobismo que encontramos en la exclamación de Natanael: «¿Puede salir algo bueno de Nazaret ?», se convertía ahora en el prejuicio que contra Él oponían los habitantes de su pueblo natal. Cierto que era el hijo de un carpintero, pero también lo era del carpintero que hizo el cielo y la tierra. Por el hecho de que Dios hubiera asumido una naturaleza humana y sido visto en la humilde condición de un artesano de aldea, dejó de granjearse el respeto de los hombres.
Nuestro Señor «maravillóse de la incredulidad de ellos». Dos veces en los evangelios se nos dice que «se maravilló» y «se quedó atónito»: una vez a causa de la fe de un gentil; otra a causa de la incredulidad de sus propios paisanos. Debía de esperar algo más de simpatía de parte de los de su pueblo, cierta predisposición a recibirle amablemente. Su extrañeza era la medida de su dolor, al mismo tiempo que del pecado de ellos, al decirles:
“Un profeta sólo es menospreciado en su tierra, entre sus parientes, y en su casa”. (Mc 6, 4)
Al fin de que comprendieran que el orgullo de ellos era equivocado, y que si no le recibían llevaría a otro lugar la salvación de que Él era portador, se colocó en la categoría de los profetas del Antiguo Testamento, quienes no habían recibido un trato mejor. Citó dos ejemplos del Antiguo Testamento. Ambos eran una predicción del rumbo que iba a tomar su evangelio, a saber, que abarcaría a los gentiles. Les dijo que había habido muchas viudas entre el pueblo de Israel en los días de Elías, cuando la gran hambre vino a señorear el país y cuando los cielos permanecieron cerrados durante trae años. Pero Elías no fue enviado a ninguna de tales viudas sino a una viuda de Sarepta, en tierra de gentiles. Tomando otro ejemplo, les dijo que había habido muchos leprosos en los tiempos de Elías, pero que ninguno, salvo Naamán el sirio, había sido limpiado. La mención de Naamán era particularmente humillante, puesto que éste había sido incrédulo primero, pero más tarde llegó a creer. Puesto que tanto la viuda de Sarepta como Naamán el sirio eran gentiles, Jesús daba con ello a entender que los beneficios y las bendiciones del reino de Dios venían en respuesta de la fe, y no en respuesta a la raza.
Dios, vino a decirles Jesús, no tenía ninguna deuda para con los hombres. Sus mercedes serían concedidas a otro pueblo si el suyo las rechazaba. Recordó a sus paisanos que su expectación terrena de un reino político era lo que les impedía comprender la gran verdad de que el cielo les había visitado en la persona de Él. Su propia ciudad natal se convirtió en el escenario en donde se proclamó la salvación no de una raza o nación, sino del mundo entero. El pueblo estaba indignado, ante todo, porque Jesús pretendía traer la liberación del pecado en su calidad del santo Ungido de Dios; en segundo lugar, a causa de la advertencia de que la salvación, que primero era de los judíos, al rechazarla éstos pasaría a los gentiles. A menudo los santos no son reconocidos por los que los rodean. Le arrojarían de entre ellos porque Él los había repudiado y había dicho que era el Cristo. La violencia que sobre Él obraron era un preludio de su cruz.
Nazaret se halla situada entre colinas. A poca distancia de ella, hacia el sudeste, hay una roca escarpada de unos veinticinco metros de altura que se extiende unos novecientos metros hasta los llanos de Esdrelón. Es allí donde la tradición sitúa el lugar donde intentaron despeñar a Jesús.
“Mas pasando en medio de ellos, se fue”. (Lc 4, 30)
La hora de su crucifixión no había llegado, pero los minutos se estaban marcando con una violencia espantosa cada vez que proclamaba que era enviado por Dios y que era Dios.
Mons. Fulton Sheen
Comentario: Jesús es rechazado en Nazaret
Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1996, pp. 230-232.
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