«Había muchas viudas en Israel…» (Lc 4,25).
Señor, mi alma está desnuda y aterida; desea calentarse con el calor de tu amor… En la inmensidad del desierto de mi corazón, no puedo recoger ni unas pocas ramas, sino solamente estas briznas, para prepararme algo para comer con el puñado de harina y la orza de aceite, y luego, entrando en mi aposento, me moriré. (cf 1R 17,10ss) O mejor dicho: no moriré en seguida, no Señor, “no moriré, viviré para contar las proezas del Señor”(Sal 117,17).
Permanezco en mi soledad…y abro la boca hacia ti, Señor, buscando aliento. Y alguna vez, Señor… tú me metes alguna cosa en la boca del corazón; pero no permites que sepa qué es lo que metes. Ciertamente, saboreo algo muy dulce, tan suave y reconfortante que ya no busco nada más. Pero cuando lo recibo no me permites que conozca lo que me das… Cuando recibo tu don, lo quiero retener y rumiar, saborear, pero al instante desaparece…
Por experiencia sé lo que tú dices del Espíritu en el evangelio: “…no sabes ni de dónde viene y ni a dónde va” (Jn 3,8). En efecto, todo lo que he confiado con atención a mi memoria para poderlo recordar según mi voluntad y saborearlo de nuevo, lo encuentro muerto e insípido dentro de mí. Oigo la palabra: “El Espíritu sopla donde quiere” y descubro que dentro de mí sopla no cuando yo quiero sino cuando Él lo quiere…
“A ti levanto mis ojos, Señor” (Sal 122,1)… ¿Cuánto tiempo esperarás? ¿Cuánto tiempo mi alma dará vueltas cerca de ti, miserable, ansiosa, agotada? (cf Sal 12,2). Escóndeme, Señor, en el secreto de tu rostro, lejos de las intrigas humanas, protégeme en tu tienda, lejos de las lenguas pendencieras (cf Sal 30,21).
Guillermo de San Teodorico, monje
Escritos:
La Contemplación de Dios, 12: SC 61 bis.
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