“Cuando crucé la puerta que me conduciría hacia la libertad, sabía que si no dejaba atrás el odio y el resentimiento, seguiría siendo un prisionero”. –Nelson Mandela
Amar a nuestros enemigos no significa que súbitamente nos hacemos amigos suyos. Si se nos manda amar a nuestros enemigos, ellos deben seguir siendo enemigos. Si no tienes enemigos, no hay enemigos a quienes amar. Y si no tienes enemigos, dudo de que tengas amigos. En el momento en que te haces amigo de alguien, sus enemigos pasan a ser enemigos tuyos también. Si tenemos convicciones, nos hacemos enemigos de quienes se oponen a nuestras convicciones. Pero asegurémonos primero de tener claro qué significan los términos “amigo”, “enemigo”, “odio” y “amor”.
La intimidad mutua que compartimos con nuestros amigos es uno de los mayores regalos de la vida; sin embargo, esto no se da siempre que llamamos amigo a alguien. La amistad no implica reciprocidad. Si no, pensemos en organizaciones como “Amigos de la Biblioteca Pública”, o “Amigos de los elefantes” (u otra especie en peligro de extinción). Así, la amistad toma formas muy diferentes, y admite distintos grados de cercanía. Lo que siempre implica es una activa preocupación por aquellos a quienes llamamos amigos, y un compromiso para ayudarles a alcanzar sus metas.
Siendo fieles a nuestras convicciones, debemos buscar activamente evitar que nuestros enemigos logren sus objetivos. Y a esto lo podemos hacer con amor o no. Es aquí donde nace la posibilidad de amar a nuestros enemigos.
Con nuestros enemigos ocurre exactamente lo contrario. De hecho, la palabra “enemigo” viene del latín inimicus, que significa simplemente “el que no es amigo”. Por supuesto que no todo el que no es amigo nuestro es un enemigo. Un enemigo es un oponente; no en el sentido de contrincante, como en el deporte o el juego, sino alguien con quien hay una mutua oposición respecto de asuntos importantes. Un enemigo tiene objetivos que se oponen a nuestras aspiraciones más nobles. Por eso, siendo fieles a nuestras convicciones, debemos buscar activamente evitar que nuestros enemigos logren sus objetivos. Y a esto lo podemos hacer con amor o no. Es aquí donde nace la posibilidad de amar a nuestros enemigos.
Cuando hablamos de “amor”, en lo primero que pensamos es en una atracción romántica, tenerle afecto o desear a alguien, y estar envuelto en un remolino de emociones. Esto es cierto, pero es solo una de las innumerables formas en que podemos vivenciar el amor. Hablamos de “amor” en contextos tan diferentes, que podríamos preguntarnos qué tienen en común (si es que tienen algo): el amor de un maestro a sus alumnos, de padres a hijos, de hijos a sus padres, amor a nuestro perro o gato, amor a la patria, amor a nuestros mayores… Qué diferente es, por ejemplo, el amor a nuestros abuelos del amor que le tenemos a nuestra plantita preferida entre todas las plantas del jardín; ni qué decir cuán diferente del amor a un novio o novia. ¿Hay algún denominador común para todas estas variedades de amor? Sí, lo hay.
Quizás el amor a nuestros enemigos sea la única forma de salir adelante.
El amor, en cada una de sus muy diferentes formas, es un “sí” a la pertenencia mutua, un “sí” vivido. Digo “vivido” porque la forma en que viven y actúan aquellos que aman proclama claramente: “Sí, te respeto, te apoyo y te deseo el bien. Como miembros de una misma familia universal, nos pertenecemos mutuamente, y esta pertenencia va mucho más allá de cualquier cosa que pueda dividirnos”. Paradójicamente, este “sí” a la pertenencia mutua está presente en el odio. Mientras que el amor dice este “sí” a la pertenencia alegremente y con cariño, el odio lo dice a regañadientes y con animosidad. Aún así, quien odia reconoce aquella mutua pertenencia. ¿Acaso no ha habido momentos en tu vida en que no podrías decir si amabas u odiabas a alguien cercano a tu corazón? Esto nos muestra que el odio no es lo opuesto al amor. Lo opuesto al amor (y también al odio) es la indiferencia.
¿Cómo practicar el amor a los enemigos?
– Ten hacia tus enemigos el respeto genuino que todo ser humano merece. Aprende a pensar en ellos con compasión.
– Al cultivar la compasión hacia ellos, puede ayudarte el verlos como los niños que alguna vez fueron (y que en cierta manera siguen siendo).
– No les tengas compasión “desde arriba”, sino que al imaginarte que te encuentras con ellos, sitúate siempre al mismo nivel, haciendo contacto visual.
– Haz todo el esfuerzo posible para tratar de conocer y entender mejor sus esperanzas, temores, preocupaciones y aspiraciones.
– Busca metas que puedas tener en común con ellos, y trata de encontrar formas de alcanzar juntos esas metas.
– No te aferres a tus propias convicciones, sino que examínalas a la luz de las convicciones de tus enemigos con la mayor sinceridad posible.
– Invita a tus enemigos a enfocarse en determinados asuntos. Al hacerlo, suspende por un momento tus propias convicciones.
– No juzgues a las personas, sino más bien examina el efecto de sus acciones. ¿Contribuyen éstas al bien común o se oponen a él?
– Observa los objetivos de tus enemigos y evalúalos imparcialmente. Si es necesario, trata de impedirlos con determinación.
– En orden a contrarrestar las intenciones de tus enemigos respecto de un asunto en particular, únete a la mayor variedad posible de personas que piensen como tú.
– Muéstrate amable con tus enemigos cada vez que tengas la oportunidad. Hazles todo el bien que puedas. Por lo menos deséales el bien.
– Finalmente, encomiéndate a ti mismo y a tus enemigos al gran Misterio de la vida que nos ha asignado tan diferentes (y muchas veces opuestos) roles, y que mira si cada uno desempeña con amor el rol asignado.
El amor a los enemigos es un ideal humano presente en toda tradición religiosa. El Mahatma Gandhi lo practicó en forma no menos ejemplar que San Francisco. Este mandato nos recuerda las palabras de Jesús: “Ustedes han oído que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo’. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen” (Mateo 3, 43s). Estas palabras nos recuerdan a su vez lo que dijera G.K. Chesterton: “El ideal cristiano no ha sido probado y dejado de lado por considerárselo ineficiente; ha sido considerado difícil de practicar, y por eso dejado de lado”. Es difícil, sí, pero muy digno de intentárselo, especialmente en nuestro mundo desgarrado por innumerables enemistades. Dado lo complicado de la situación actual, no perdemos mucho con probarlo. ¿Quién sabe? Quizás el amor a nuestros enemigos sea la única forma de salir adelante.
Hermano David Steindl-Rast
publicado por Vivir Agradecidos.
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