Me hacía falta este Salmo, Señor, y te doy gracias por enviármelo a tiempo. Necesito su doctrina, y necesito que me la repitas, precisamente porque mi trato contigo me lleva a la familiaridad, y la confianza puede arrinconar la debida reverencia.
Aprecio inmensamente esa confianza y familiaridad, pero también caigo en la cuenta del peligro que tienen de hacerme caer en la falta de respeto y el olvido de tu infinita majestad. Eres Padre y eres amigo, pero también eres Señor y Dueño, y quiero tener tus dos aspectos ante mis ojos siempre. Este Salmo me va a ayudar a esto.
“El Señor tronaba desde el cielo,
El Altísimo hacía oír su voz.
Disparando sus saetas los dispersaba,
Y sus continuos relámpagos los enloquecían.
El fondo del mar apareció
Y se vieron los cimientos del orbe,
Cuando tú, Señor, lanzaste un bramido,
Con tu nariz resoplando de cólera.
Entonces tembló y retembló la tierra,
Vacilaron los cimientos de los montes, sacudidos por su cólera;
De su nariz se alzaba una humareda,
De su boca un fuego voraz,
Y lanzaba carbones encendidos.
Inclinó el cielo y bajó
Con nubarrones debajo de sus pies;
Volaba a caballo de un querubín,
Cerniéndose sobre las alas del viento,
Envuelto en un manto de oscuridad;
Como un toldo, lo rodeaban
Oscuro aguacero y nubes espesas;
Al fulgor de su presencia
Las nubes se deshicieron en granizo y centellas.”
Me inclino ante ti, Señor, al aceptar como tuya la extraña imagen del relámpago y el fuego. Tú te sientas a mi lado, y tú cabalgas sobre las nubes; tú susurras y tú truenas, tú eres alegre compañero y tú eres Rey de reyes. Quiero aprender la reverencia y la distancia para merecer salvaguardar la cercanía y la intimidad.
No he de abusar del privilegio que me brinda tu amistad, no he de olvidar el respeto y el decoro, no he de faltar a los buenos modales de la corte del cielo. He de amarte y adorarte, Señor, en un mismo gesto de acercamiento y humildad.
Lo que deseo es unir estas dos actitudes en una sola en mi alma, y acercarme a ti con intimidad y reverencia, con ternura y asombro al mismo tiempo. No olvidarme, ni en los momentos más íntimos, de que eres mi Dios; ni en los encuentros oficiales, de que eres mi amigo. Quiero encontrarme a gusto en tu palacio y en mi choza, en la liturgia pública y en la charla privada, en tu cielo y en mi tierra. Quiero tratar contigo en diálogo y en silencio, en obediencia y en libertad, en tu corte y en mis jardines. De ordinario nos encontramos como amigos, y por eso mismo hoy me alegro de que te me presentes como Rey y como Dios.
Y aún hay otra lección que quiero aprender hoy en este Salmo y llevarme como recuerdo. Siempre que la tormenta visite los cielos que me cubren, he de pensar en ti. Las nubes y la oscuridad y los truenos y los rayos volverán a dibujar tu imagen ante mi mirada, y yo me inclinaré en silencio y adoraré. Cantó Zorrilla:
¿Qué quieren esas nubes que con furor se agrupan
del cielo transparente por la región azul?
¿Qué quieren cuando el paso de su vacío ocupan
del cenit suspendiendo su tenebroso tul?
¡Señor, yo te conozco! La nube azul serena
me dice desde lejos: ‘Tu Dios se esconde allí.’
Pero la noche oscura, la de nublados llena,
me dice más pujante: ‘¡Tu Dios se acerca a ti!’”
Bienvenidas sean las tormentas.
Carlos G Valles, jesuita - Publicado por Web Carlos Valles
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