sábado, 2 de febrero de 2019

Meditación: Lucas 2, 22-40

Luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel. 
Lucas 2, 32

Como leemos en el Evangelio de hoy, poco después de la circuncisión del Niño, María y José emprendieron el largo camino hacia Jerusalén para presentarlo en el templo. La devoción popular de los judíos contemporáneos sostenía que Jerusalén era el centro de la tierra, el lugar de culto más importante para todos los judíos devotos, razón por la cual ocupa un lugar especial en el Evangelio de San Lucas. Allí tuvo Zacarías su visión del ángel que le anunció el nacimiento de Juan Bautista y allí fue donde el Niño Jesús conversaba con los maestros de la ley. Más tarde, el Señor enseñó allí durante su ministerio en Jerusalén (Lucas 19, 47—21, 38), y fue allí el lugar al que regresaban diariamente sus discípulos para alabar a Dios después de la resurrección del Señor.

La presentación en el templo indica que los familiares de Jesús eran judíos devotos, que veneraban el templo como morada de Dios. Todos los cristianos tenemos un parentesco con los judíos por causa de Jesús, tal como lo expresaba el Papa Juan Pablo II, que decía que los judíos son nuestros “hermanos mayores en la fe” (Cruzando el umbral de la esperanza).

Sin embargo, pese a la magnificencia del templo, los que recibieron y aceptaron allí a Jesús no fueron los poderosos; por el contrario, Dios llamó a los indefensos y a los postergados del mundo. De esos eran José el carpintero y su joven esposa María; también lo fueron Simeón y Ana, ancianos que habían servido al Señor fielmente durante toda su vida.

La presentación de Jesús nos hace recordar la ocasión en que Ana llevó a su hijo Samuel al sacerdote Elí en el santuario de Silo (1 Samuel 1). Elí fue prefigura de Simeón, y Ana, la madre de Samuel, prefigura de Ana, la profetisa. Estas humildes personas fueron las que recibieron y aceptaron a Jesús en el templo. Los jefes religiosos no reconocieron a Jesús, pero los humildes de corazón sí lo reconocieron. ¡Qué dichosos fueron Ana y Simeón! ¡Y qué dichosos son todos los de corazón humilde, porque verán a Dios! (Mateo 5, 8).
“Señor, concédenos humildad de corazón para ser fieles a ti todos los días de nuestra vida. Ayúdanos a ser humildes de corazón para que también lleguemos a ver a Dios cuando él esté presente entre nosotros.”
Malaquías 3, 1-4
Salmo 24, 7-10
Hebreos 2, 14-18

fuente Devocionario católico La Palabra con nosotros

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