Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?Juan 20, 15
María Magdalena amaba mucho a Jesús y qué angustia debe haber sentido cuando partió rumbo al sepulcro al amanecer ¡y lo encontró vacío! ¿Dónde estaba su Señor? ¿Quién lo había sacado y a dónde lo había llevado? Buscaba al Señor en medio de sollozos y cuando vio unos ángeles, sin reconocerlos, les pidió noticias de su amado Salvador. Pero qué alegría cuando finalmente reconoció la voz del Señor que la llamaba: “¡María!”
María Magdalena sabía lo que era ser pecadora y despreciada. Había experimentado el aislamiento y la degradación a que la había llevado el pecado. Pero todo cambió cuando experimentó la devoción y el perdón de Jesús, aunque no entendía todavía lo que vendría más tarde, vale decir, la muerte de Cristo en la cruz. ¡Qué desolación debe haber sentido al ver a su Maestro ridiculizado y torturado! Pero ¡qué alegría indescriptible esa mañana cuando reconoció la voz del Señor en el huerto!
“Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios” (Juan 20, 17). Con estas palabras, Jesús le manifestaba a María y a todos nosotros cuál eran sus planes. Había venido del cielo a cumplir una misión. Pero los discípulos no podían comprender todo esto que les había dicho, de irse a donde ellos no podían seguirlo, de ir a prepararles un lugar… No pudieron discernir cuál era el propósito de Jesús sino hasta después de la resurrección. Pero ahora, habiendo resucitado, Jesús había vencido a la muerte y demostrado que él era el verdadero Cordero de Dios.
La resurrección de Cristo abrió los cielos para todos los que creemos en él. ¿Has descubierto tú que el cielo está abierto ahora? Está disponible para todos nosotros. Esta es una bendición incomparable que todos podemos experimentar cuando nos entregamos al Señor sinceramente arrepentidos y confiados en que la Sangre preciosa de Cristo ha destruido las cadenas del pecado.
El Señor desea que cada creyente sea partícipe de su victoria y coheredero de sus bienes celestiales. No tardes, pues, en acudir a su lado y amarlo con todo el corazón, para que también tú puedas decir “He visto al Señor”.
María Magdalena sabía lo que era ser pecadora y despreciada. Había experimentado el aislamiento y la degradación a que la había llevado el pecado. Pero todo cambió cuando experimentó la devoción y el perdón de Jesús, aunque no entendía todavía lo que vendría más tarde, vale decir, la muerte de Cristo en la cruz. ¡Qué desolación debe haber sentido al ver a su Maestro ridiculizado y torturado! Pero ¡qué alegría indescriptible esa mañana cuando reconoció la voz del Señor en el huerto!
“Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios” (Juan 20, 17). Con estas palabras, Jesús le manifestaba a María y a todos nosotros cuál eran sus planes. Había venido del cielo a cumplir una misión. Pero los discípulos no podían comprender todo esto que les había dicho, de irse a donde ellos no podían seguirlo, de ir a prepararles un lugar… No pudieron discernir cuál era el propósito de Jesús sino hasta después de la resurrección. Pero ahora, habiendo resucitado, Jesús había vencido a la muerte y demostrado que él era el verdadero Cordero de Dios.
La resurrección de Cristo abrió los cielos para todos los que creemos en él. ¿Has descubierto tú que el cielo está abierto ahora? Está disponible para todos nosotros. Esta es una bendición incomparable que todos podemos experimentar cuando nos entregamos al Señor sinceramente arrepentidos y confiados en que la Sangre preciosa de Cristo ha destruido las cadenas del pecado.
El Señor desea que cada creyente sea partícipe de su victoria y coheredero de sus bienes celestiales. No tardes, pues, en acudir a su lado y amarlo con todo el corazón, para que también tú puedas decir “He visto al Señor”.
“Señor Jesús Resucitado, voy corriendo a encontrarte, como María. Sé que abriste los cielos para todos y ahora podemos verte y tocarte personalmente. ¡Gracias, Señor, por la salvación que ganaste para nosotros!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario