Cuando recibimos el Bautismo, nacemos de nuevo y pasamos a ser hijos de Dios, y al “salir de las aguas bautismales”, cada cual puede escuchar la voz de Dios: “Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco” (Lucas 3, 22), porque allí se hace realidad el plan eterno del Padre para cada persona: “A quienes conoce de antemano, los predestina para que reproduzcan en sí mismos la imagen de su propio Hijo, a fin de que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8, 29).
Sabemos que, en un sentido, somos hermanos de Cristo, ¿pero qué quiso decir el Señor cuando afirmó que también somos “su madre”? A la multitud les dijo: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lucas 8, 21). San Pablo explicó la función maternal que él había cumplido cuando les dijo a los gálatas que estaba como con dolores de parto hasta que Cristo fuera formado plenamente en ellos (v. Gálatas 4, 19). También les hacía recordar a los cristianos de Tesalónica que los había atendido “con la misma ternura con la que una madre estrecha en su regazo a sus pequeños” (1 Tesalonicenses 2, 7).
Más tarde, San Francisco de Asís comentaba que somos como la madre de Jesús “cuando lo llevamos en el corazón y en el cuerpo mediante el amor divino y una conciencia pura y sincera. Lo damos a luz mediante obras que deben ser un ejemplo luminoso para los demás.” ¡Qué misión la nuestra!
Cualquiera sea la época en que vivamos, podemos dar a luz a Cristo en este mundo. Al igual que la Virgen María, todos podemos orar diciendo “cúmplase en mí lo que me has dicho” (Lucas 1, 38).
“Gracias, amado Jesús, por el incomparable privilegio de ser llamado a formar parte de tu familia. Señor, permite que tu familia crezca y prospere animada por el poder del Espíritu Santo.”
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