Jesús los reprendió por su incredulidad, comparándolos con la gente de Nínive y la reina del sur. Los ninivitas no eran judíos, sin embargo cuando el profeta Jonás les anunció la destrucción de la ciudad a menos que se arrepintieran y cambiaran de conducta en el nombre de Dios, reconocieron sus pecados e hicieron penitencia inmediatamente.
La reina de Sabá, habiendo oído de la fama del rey Salomón, viajó desde su lejano país para conocer de primera mano aquella sabiduría por la que el rey judío era célebre. Los ninivitas y la reina de Sabá eran gente distante de los judíos, sin embargo escucharon la predicación y creyeron. ¡Qué distintos de los fariseos y levitas, que veían al Hijo de Dios con sus propios ojos y pedían más señales!
A veces resulta más fácil entender y aceptar la Palabra de Dios cuando no se tienen ideas preconcebidas. Esta fue la ventaja de los ninivitas y la reina de Sabá frente a los jefes religiosos de los tiempos de Cristo. La reina del sur no sabía exactamente qué esperar de Salomón, pero tenía el corazón receptivo; por eso, pudo ver más bendiciones de Dios que muchos de los propios habitantes de Jerusalén. Lo mismo sucedió con los ninivitas; la sencilla palabra de un profeta los movió a arrepentirse de verdad.
Jesús desea comunicarnos la misma sencillez de los que se arrepienten fácilmente. Pero a veces somos como los fariseos: demasiado complicados, exigentes y seguros de lo que sabemos.
Jesús permanece de pie ante la puerta de nuestro corazón y toca; no tenemos que hacer nada más que abrir la puerta. Sólo tenemos que responder con humildad y sencillez. Basta con pedirle que se nos revele personalmente.
“Jesús, Señor mío, tú prometiste que todos los que escucharan tu voz y abrieran la puerta de su corazón, gozarían de una íntima comunión contigo. Ven a mi corazón, Señor, por favor y enséñame, para que yo te conozca y responda a tu llamado más cabalmente.”
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