Si pensamos en la manera en que Jesús describió el corazón humano y los pecados que brotan de él, es posible creer que estamos perdidos y que no hay esperanza, porque ¿quién no ve en esta lista una especie de reflejo de su propia vida? Tal vez no queramos hacernos un profundo y detenido análisis de conciencia por temor a lo que podamos encontrar allí.
El Señor nos invita a examinarnos el corazón, no para sentirnos condenados y desanimados, sino para conocer la libertad y la paz. Muchos santos han comentado que mientras más clara y profundamente veían sus pecados, mejor podían reconocer la misericordia y el amor de Dios. Esta humildad no era cobardía, sino un reconocimiento de cuánto necesitaban al Señor y una confianza en el poder de Dios que actuaba en ellos. De hecho, consideraban que llegar a tal conocimiento de sí mismos era un privilegio, que siempre los acercaba más al Señor. Los fariseos se privaban de este privilegio y no dejaban que lo experimentaran sus propios seguidores.
En la cruz, Cristo nos perdonó todos nuestros pecados, y su sangre preciosa allí derramada purifica el corazón y la mente. Es decir, Jesús nos acepta aunque seamos imperfectos; simplemente nos pide que nos arrepintamos sinceramente de nuestros pecados, cambiemos de conducta y hagamos su voluntad con amor. Cristo se encarga del resto. En realidad, analizarse el corazón no es tan difícil cuando nos damos cuenta de que, en medio del pecado y la oscuridad, Jesús está siempre allí, deseoso de iluminar nuestro interior cada vez más.
“Amado Señor Jesús, concédeme un corazón dócil y dispuesto a reconocer primero mis propias fallas y errores, y también la gracia del arrepentimiento y la capacidad de disculpar los errores ajenos.”
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