Los honores y títulos son buenos y dignos de respeto, pero el que hace alarde de ellos y se siente superior a los demás es censurable. Jesús nos enseñó no buscar para uno el honor que corresponde al Padre celestial. En un nivel más profundo, esto significa que la relación de uno con Dios Padre es tan asombrosamente generosa de su parte que debemos guardarnos de toda apariencia de arrogancia.
Los escribas y fariseos trataban de ser justos por sus propios méritos. Estudiaban la ley buscando todas las posibles variaciones de interpretación, declarando lo que estaba permitido o prohibido, y procurando recibir la aprobación y el aplauso de la gente. Como afirmaba Jesús: “De veras les digo que ya han recibido toda su recompensa” (Mateo 6, 2). Lo que Jesús condenaba era su hipocresía, no sus títulos.
Cristo señaló que ciertos títulos son adecuados, por ejemplo “hermano” y “servidor”, los cuales indican servicio, humildad e igualdad. Dios desea que su pueblo sirva humildemente y sin prepotencia, porque estamos llamados a ser como Jesús, a servirnos los unos a los otros sin pretender dominar ni humillar a los demás.
La primera carta de San Pablo a los tesalonicenses nos ayuda a entender las palabras de Cristo: “Cuando [ustedes] recibieron la Palabra de Dios, la cual oyeron de nosotros, la aceptaron, no como palabra de hombres, sino como realmente es, la Palabra de Dios, que actúa en ustedes que creen” (1 Tesalonicenses 2, 13). Es sólo por la obra de Jesús y su palabra que podemos doblegar la vanidad de nuestro corazón y servir a Dios y al prójimo con genuina humildad.
“Jesús, Señor nuestro,toma nuestro corazón arrogante y cámbialo por uno que desee servir con humildad.Enséñanos, Señor, a ser servidores de corazón.”
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