Es fundamental, pues, creer firmemente que Dios desea vivir en nosotros y llevarnos a adquirir su propia semejanza. No creer en esto significa negar que el Señor tenga poder para hacer algo tan maravilloso como eso. Ceder ante el temor y la desconfianza es creer, implícitamente, que el Espíritu no es en realidad capaz de responder a nuestras oraciones ni de fortalecernos en las dificultades. Por lo mismo, vivir cada día como si nosotros mismos fuéramos capaces de proveernos todo lo que necesitamos equivale a afirmar que el Espíritu Santo no es la vida poderosa que Dios comunica a su pueblo, sino apenas un don “extra” de Dios, pero no la verdadera fuente de vida.
San Lucas describe cómo sería la oposición interna y externa que los creyentes enfrentarían. Cada tipo de oposición tiene poder para abrumar al discípulo o quitarle el gozo de seguir a Jesús. Sin embargo, las palabras de Cristo siguen siendo válidas: El discípulo jamás está sólo. El Espíritu Santo le da al creyente un acceso ilimitado al trono de la gracia; por mucho lastre que sea la carne y lo tiente el demonio, cada cristiano puede mantenerse firme en la fe confiando en el Señor.
Jesús dijo a sus discípulos: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino” (Lucas 12, 32). El Reino de Dios está presente dondequiera se le da libertad al Espíritu Santo para actuar. Hoy, creamos de todo corazón que hemos recibido el Espíritu para transformarnos; que está siempre presente en la Iglesia para santificar a sus hijos, y que está en el mundo para llevar la redención a todos los que decidan entregarse a Cristo Jesús, el Señor.
“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu, Señor, y todo será creado, y renovarás la faz de la tierra.”
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