En la tradición judaica, Jerusalén era objeto de veneración. Las figuras con que se le conoce van desde ser el centro del universo hasta la madre que cría a sus hijos, el pueblo judío. La expresión “subir a Jerusalén” se debía a que la ciudad está situada en la parte más alta de las colinas y para llegar a ella había que subir largas y pronunciadas cuestas. Tan sagrada era esta ciudad para los judíos, que algunos rabinos enseñaban que la Jerusalén terrenal tenía una gemela en el cielo.
Cuando Jesús dijo a los fariseos que debía terminar su obra en el tercer día, ellos no tenían la menor idea de que se estaba refiriendo a su resurrección, ni que su obra consistía en morir como expiación por los pecados de todo el mundo. Cuando Jesús dijo que Jerusalén era la ciudad que mataba a los profetas, fue porque el pueblo nunca recibió bien a los enviados de Dios, pues éstos denunciaban las injusticias y la impiedad de la gente.
Dios formó a Israel para que fuera un pueblo santo y fiel (Levítico 19, 2). Sin embargo, en el pasado los profetas habían denunciado los pecados del pueblo, aunque siempre les ofrecían la esperanza de la redención y de la reconciliación con Dios. Jesús reiteró esta reconciliación prometiendo bendiciones para los que finalmente vieran en él al divino Redentor.
En la Misa repetimos: “Bendito el que viene en nombre del Señor” cuando aclamamos el Santo, porque reconocemos que Jesús está presente en la Palabra que se proclama y en el Sacramento Eucarístico, así como en el Cuerpo congregado. Y podemos también extender las bendiciones de Dios hablando a otras personas en nombre del Señor y llevándoles el mensaje de Cristo. Así se van cumpliendo las palabras de Jesús.
“Amado Jesús, te ofrezco mi corazón para que sea una morada en la que te sientas acogido, respetado, venerado y adorado. Ayúdame, Señor, a mantenerlo limpio y digno para que siempre vivas a gusto en él.”
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