La muerte, a la que, una vez que ha sido vencida por el Salvador y condenada al deshonor en la cruz, atados los pies y las manos, todos los que caminan en Cristo arrojan a los pies y, dando testimonio de Cristo, se burlan de ella y la insultan, repitiendo las palabras que habían sido escritas en otra ocasión : «¿Dónde está, muerte, tu victoria; dónde, infierno, tu aguijón» ? (1Co 15,55; Os 13,14)... ¿Es una pobre demostración de la victoria conseguida sobre ella por el Salvador, cuando niños y jóvenes muchachas en Cristo desprecian la vida presente y se preparan para morir ? El hombre teme por naturaleza la muerte y la disolución de su cuerpo; y lo más maravilloso es que se ha revestido de la fe de la cruz, desprecia este sentimiento natural y por Cristo no teme ya la muerte...
Y si antes la muerte era tan poderosa y por ello tan temible, pero ahora tras la venida del Salvador y la muerte de su cuerpo y su resurrección, se la desprecia, es claro que es por Cristo, que ascendió a la cruz, por quien la muerte ha sido aniquilada y vencida. Cuando tras la noche el sol aparece e ilumina toda la superficie de la tierra, no se puede dudar en absoluto que el sol que despliega por todas partes su luz es el mismo que ha ocultado las tinieblas e ilumina todo. No hay duda en absoluto de que el Salvador que se ha manifestado en el cuerpo es el mismo que ha aniquilado la muerte y que cada día hace ver en sus discípulos... Si se ve a hombres, a mujeres y a jóvenes correr y lanzarse a la muerte por la fe en Cristo, ¿quién sería tan estúpido y tan incrédulo, quién tendría el espíritu tan ciego, para no comprender y pensar que es Cristo, a quien estos hombres rinden testimonio, quien da y garantiza a cada uno la victoria sobre la muerte y destruye el poder de la muerte en cada uno de los que tienen fe en él y llevan el signo de la cruz?
San Atanasio (295-373), obispo de Alejandría, doctor de la Iglesia
La Encarnación del Verbo, 27-29; PG 25, 143; SC 199
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