Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole":"Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente".Jesús le dijo: "Yo mismo iré a curarlo".Pero el centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: 'Ve', él va, y a otro: 'Ven', él viene; y cuando digo a mi sirviente: 'Tienes que hacer esto', él lo hace".Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe.Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos".
RESONAR DE LA PALABRA
La primera semana de Adviento y parte de la segunda constituyen el ciclo de Isaías (presente, por lo demás, durante todo este tiempo litúrgico): el ciclo de la promesa mesiánica, que se cumple en Jesús, como nos recuerda cada día el texto evangélico.
El primer rasgo de esta promesa mesiánica es su universalidad. Aunque se haga a Israel, no se trata de una afirmación de exclusividad nacional o religiosa. La visión que afirma el monte del Señor y la ciudad santa, lo contempla como un punto de confluencia de todos los pueblos y naciones, que encontrarán en el cumplimiento de la promesa el camino de la paz, el fin de las enemistades.
¿Significa esto que para acceder a la salvación del Dios de Israel es necesario convertirse en judío? Algo de esto (un resto de nacionalismo) hay en el universalismo mesiánico de los profetas.
En Jesús se cumplen plenamente las antiguas promesas, pero en gran parte de modo distinto a como lo imaginaron los profetas y lo esperaban sus contemporáneos. Dios no se deja atrapar por nuestros esquemas, los supera siempre. Así, en lo que hace al universalismo de la promesa mesiánica, vemos hoy que no queda resto alguno de nacionalismo o de sometimiento de las otras naciones al pueblo elegido.
El centurión romano es un enemigo de Israel, un ocupante, representante de una fuerza poderosa y arrogante. Pero tanto en sus entrañas de misericordia hacia el criado enfermo, como en su actitud humilde ante Cristo (“no soy digno”), que reconoce su propia impotencia y confiesa su confianza en el poder de Jesús, se está cumpliendo la profecía de Isaías: se convierte en representante de esos pueblos que confluyen a Jerusalén, y que están forjando arados de las espadas, de las lanzas podaderas. Sabe lo que es el poder, el mando, pero también lo que significa estar sometido, ser obediente (“yo también vivo bajo disciplina”). Sabe, en suma, lo que es la responsabilidad. Y como responsable, se ocupa del bien de los que están bajo su cuidado. Pero descubriendo también los límites de su poder, acude al que reconoce como Señor de la vida y de la muerte, a uno que está sometido sólo a la voluntad salvífica del Padre y que tiene poder para dar órdenes sobre la vida y la muerte. Lo que cumple la visión universalista de Isaías es sólo la fe, la confianza que genera esperanza. Pero la esperanza no es la pasividad de esperar sentados. Hay que preparar el encuentro, ponerse en camino, acercarse al monte Sión. En este pagano descubrimos lo que significa vivir en vela, lo que es una esperanza activa: vivir con responsabilidad para mandar y para obedecer, tener entrañas de misericordia para con los que sufren, ir al encuentro del que puede salvarnos, hacerlo con fe y confianza. Hacer de intercesor ante Dios, ante Jesús, de la salvación ajena: el extranjero se integra así, sólo por su misericordia y su fe, en el pueblo sacerdotal.
Desde hace siglos los cristianos repetimos las palabras del centurión antes de recibir la comunión. Tal vez sería bueno que meditáramos en ellas releyendo este texto evangélico: qué significa decir esas palabras, a qué nos compromete. En primer lugar, a avivar nuestra fe y confianza en el poder salvador de Jesús; además, a ponernos al servicio de un ministerio eucarístico: no vamos a la Eucaristía ni acudimos a Jesús sólo a pedir por nosotros, sino también como intercesores de los que sufren, de los alejados, de los que todavía no han encontrado el camino al monte del Señor, en el que Jesús acoge, cura y salva.
Saludos cordiales,
José M. Vegas CMF
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