(Lucas 15, 2)
Cualquier persona puede, al igual que el hijo pródigo de la parábola, estar desorientado en cuanto a lo que constituye la verdadera felicidad y el sentido de la vida. Lamentablemente, a veces confiamos más en las cosas materiales y todo lo que valora el mundo y no se nos ocurre recurrir al Único que puede prodigarnos amor perfecto e incondicional y los bienes que necesitamos para progresar en la vida y ser personas de bien.
¡Qué bendición es para nosotros saber que nuestro Padre celestial se mantiene vigilante! El Señor ve a sus hijos desde lejos y espera que cada uno “se ponga a pensar” con seriedad y madurez y regrese a su lado para recibir el amor que anhela. Y, tan contento se pone al vernos regresar, que corre a abrazarnos.
¿Puede alguno de nosotros identificarse con el relato de la parábola de hoy? Dios nos ama a todos por igual, seamos pecadores perdidos, como el hijo pródigo, o “servidores” convencidos de nuestra bondad y rectitud, como el hermano mayor. Cada uno de nosotros —cualquiera sea nuestra historia personal— es mucho más importante para Dios que cualquier cosa que hayamos hecho, buena o mala. Tal vez todos tengamos un poco de los dos hijos en nuestra historia personal. ¿Acaso no hemos alguna vez pensado que nuestros planes y soluciones son mejores que los de Dios? ¿Acaso no nos ponemos un poco arrogantes por lo bueno que hayamos hecho, sin siquiera recordar que todos los dones y talentos que tenemos nos vienen de Dios?
Nuestro Padre celestial, que es todo bondad y misericordia, sabe lo mucho que nos hemos desviado del camino; conoce los secretos del corazón de cada uno, e incluso nuestras buenas intenciones, y también conoce a todas aquellas personas a quienes hemos dañado de una u otra manera. Pero lo que más le interesa es que regresemos a casa, a su lado, purificados por su amor y bajo su protección. ¿Qué está usted esperando? Si los impedimentos son faltas y pecados, vaya al Sacramento de la Reconciliación y confiese todas sus faltas mientras el Padre lo estrecha en la calidez de su abrazo paternal. El Señor jamás pone oídos sordos a los clamores de sus hijos.
“Padre eterno, tu infinita misericordia derrite mi corazón. Gracias, Señor, porque me conoces por completo y sin embargo me amas. Que todo mi ser te alabe y confíe siempre en tu divina providencia.”
Miqueas 7, 14-15. 18-20
Salmo 103(102), 1-4. 9-12
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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