pero yo les digo. (Mateo 5, 21-22)
¿Quién ha podido vivir como nos indica el Señor, aparte de los apóstoles y los grandes santos? En realidad, ninguno de ellos podría haberlo hecho si no hubiera sido por el Espíritu Santo. Eran tan humanos como cualquiera de nosotros, y tampoco tenían poderes especiales. La diferencia es que llegaron a ser héroes por su fidelidad al Señor y su docilidad a la obra transformadora del Espíritu Santo. Pero Dios tuvo que trabajar en ellos para que crecieran en rectitud y santidad, tal como tiene que hacerlo con nosotros.
Pensemos en San Pedro. En la última cena dijo que estaba dispuesto a morir con Jesús, pero esa misma noche ¡negó conocer al Señor! Pedro era impulsivo y lleno de nobles ideas, pero cuando llegó la hora de la prueba falló, porque sus ideas no eran más que buenas intenciones desprovistas de todo poder. Sin embargo, cuando el Espíritu Santo vino sobre él y lo llenó de gracia, quedó transformado y finalmente pudo morir por Jesús como había prometido. Pero este cambio no se produjo de la noche a la mañana; fue un proceso de años, de un continuo decir “no” a la carne y “sí” al Espíritu de Dios que habitaba en él.
Lo mismo sucedió con todos los demás santos. En el siglo XVI, San Ignacio de Loyola fundó la Compañía de Jesús, la Orden de los Jesuitas, pero no sin antes haber sido un joven soldado idealista que disfrutaba de una buena batalla. En una guerra, fue herido en una pierna y quedó cojeando toda la vida. Pero tras una larga convalecencia, Dios despertó en él un hambre por las cosas del cielo. Todos los santos de la historia son ejemplos de la transformación que Dios realiza hasta en las personas más testarudas y difíciles.
Alegrémonos, pues, de llevar en nuestro interior el poder de Dios, que nos capacita para hacer mucho más de lo que podemos pedir o imaginar y de que todos podemos llegar a ser santos. Recibamos de buena gana al Espíritu Santo, para que seamos transformados día tras día y aprendamos a ser dóciles a la Palabra de Dios. Y es precisamente en este tiempo de Cuaresma en el que el Señor derrama gracias en abundancia precisamente para fortalecernos en la vida cristiana. ¡Aprovechemos lo que el Señor nos da!
“Gracias, Espíritu Santo, por habitar en mi corazón. Gracias por tu presencia en mí para que yo sepa depender de ti, de tu fortaleza y tu gracia para ser un cristiano fiel y obediente.”
Ezequiel 18, 21-28
Salmo 130(129), 1-8
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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