El Señor no nos exime de la observancia plena y perseverante de la ley de Dios cuando nos habla de “yugo” y de “carga”, pero al mismo tiempo nos promete que será un peso “ligero”, adecuado a quien lo debe llevar y que, al final, se manifestará como una experiencia de libertad.
La invitación de acercarnos a Cristo tiene por objeto ayudarnos a revivir el gran amor que Dios nos ha prodigado desde siempre, a fin de que nos reconozcamos como somos en realidad, es decir, hijos amados del Padre. Sin embargo, para comprender mi condición de hijo de Dios en mis relaciones, debo acogerme al corazón de Jesús. De lo contrario, mi religiosidad será interesada, un cumplimiento estéril y agotador de prácticas y observancias que no pueden comunicarme paz ni alegría.
Cuando uno contempla y escucha de Jesús, que es sencillo y humilde de corazón, puede librarse del peso de una religión fundamentada nada más que en méritos, sacrificios, obligaciones y prohibiciones, porque en Cristo vemos el rostro amable de Dios, que desea bendecirnos y saciar todos nuestros anhelos más profundos.
Esta práctica del amor a Dios con plena libertad nos permite ayudar al otro a librarse de toda opresión espiritual, ya que nos permite comprender que el Señor quiere que sus hijos gocen de libertad y lleven una vida justa y productiva. Quienes predican una religión plagada de prohibiciones y exigencias ponen sobre los fieles una carga de esclavitud y muerte cuyos resultados son nefastos.
“Padre amado, te ruego que abras los ojos de mi entendimiento para reconocer a aquellos que enseñan doctrinas contrarias a tu voluntad. Ilumínalos, Señor, con tu gracia y tu misericordia para que vean su error y opten por la verdad y la vida, cuya fuente es Cristo Jesús, tu Hijo, nuestro Señor.”
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