La cólera es una emoción poderosa y temible. Si no se controla, puede llevarnos a tomar decisiones precipitadas y herir a personas inocentes.
Esto fue lo que sucedió con Herodes. Se enteró de que había nacido un rey en Israel y tuvo miedo, pues consideró que el Niño era una gran amenaza y quiso deshacerse de él rápidamente. Cuando los reyes magos no cooperaron con sus planes, se puso furioso y, en un arrebato de ira, ordenó matar a todos los niños varones de hasta dos años que hubiera en Belén.
¡Fue un acto horroroso, a la vez que arbitrario e innecesario! Herodes bien pudo haber tomado otras medidas menos drásticas para protegerse. Pero, con lo espantosas que fueron sus reacciones, la verdad es que ninguno de nosotros está libre de las trampas que nos pone la cólera.
Suele comenzar de a poco. Quizás te sientas molesta porque tu marido se come el almuerzo que te habías empacado para ti. Lo hizo tal vez sin darse cuenta, pero tú comienzas a generalizar y pensar que él siempre es inconsiderado o egoísta, y empiezas a llamarle la atención aun cuando no sea grave lo que hizo. Incluso puedes encontrarte reprendiendo a tus hijos que ni siquiera tuvieron parte alguna y no merecen tu ira, pero ya es demasiado tarde. Tu cólera se ha descontrolado.
La furia crece rápidamente, al punto de que podemos atacar a cualquier persona, pero hay ciertos pasos prácticos que uno puede dar para evitarlo:
• Pon atención a lo que estás pensando. En cuanto veas que surge la frustración o la irritación contra alguien, invoca al Señor y pídele que te ayude a controlarte, para que las cosas no pasen a mayores.
• Esfuérzate por pensar en alguna buena cualidad que tenga la persona. Parece algo insignificante, pero el hecho de apreciar alguna virtud del otro puede ayudar a calmarte.
• Finalmente, ora por esa persona. Es difícil estar enojado con alguien cuando tratas de elevar tus oraciones al Señor. Esto te permitirá ver al otro con los ojos de Dios, y tal vez descubras que puedes disculpar a esa persona.
La cólera incontrolada es destructiva, pero no tiene por qué controlarnos a nosotros. Dios nos puede ayudar a romper el círculo vicioso.
“Señor, ayúdame a no dejar que la ira domine mi pensamiento y mi corazón.”
1 Juan 1, 5—2, 2
Salmo 124(123), 2-5. 7-8
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