martes, 22 de enero de 2019

COMPRENDIENDO LA PALABRA 220119


“Porque el Hijo del hombre es Señor del sábado”

El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado… A los principios la ley del sábado era útil en muchas y graves cosas. Así, por ejemplo, hacía que los hombres fueran mansos y humanos con sus parientes, les enseñaba la providencia de Dios, la creación… Si cuando puso Dios la ley del sábado les hubiera dicho: haced obras buenas el sábado y no obréis la maldad, el pueblo no habría guardado esa ley. Por tal motivo, lo vedó todo y dijo: Nada haréis. Y ni aun así se mantuvieron en el orden. 
Cuando Dios puso la ley del sábado, oscuramente dio a entender que su deseo era solamente que se abstuvieran de lo malo. Dijo: No haréis obra alguna fuera de lo tocante a aderezar lo que cada cual haya de comer? En cambio, en el templo se hacían todas las obras con mayor empeño y doble trabajo. De este modo, mediante la sombra les iba descubriendo la verdad (cf Col 2,17).
Preguntarás: entonces ¿toda aquella ganancia la suprimió Cristo? De ninguna manera. Por el contrario, en gran manera la aumentó… no convenía tampoco ya por ese medio conocer que Dios es el creador de todas las cosas; ni ser así educados para la mansedumbre los que eran llamados a imitar la benignidad de Dios. Pues dijo Cristo: Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial. Ni convenía que celebraran sólo un día festivo aquellos a quienes se ordenaba tener como festivos todos los días de la vida. Porque dice: Celebremos, pues, la festividad, no con la levadura vieja, no con la levadura de la malicia y la maldad, sino con los ázimos de la pureza y la verdad. No les conviene ya acercarse al arca y al altar de oro a quienes tienen habitando consigo al Señor de todos; al que para todo le hablan y le consultan por medio de la oración, el sacrificio, las Escrituras, las limosnas; al que llevan dentro de sí.


San Juan Crisóstomo (c. 345-407)
presbítero en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia
Homilías sobre el Evangelio de Mateo, n° 39

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