“Dejen que los niños se acerquen a mí”
(Marcos 10, 13)
Los niños son ciudadanos privilegiados del Reino de Dios, como lo afirma el propio Jesús. De ahí que los padres de familia tienen el deber sagrado e indispensable de preocuparse por la salud espiritual de sus hijos. Lamentablemente, los niños no siempre reciben buena enseñanza religiosa ni ejemplos positivos en sus propios hogares.
En efecto, ellos son los que pagan el altísimo precio de las uniones inmaduras y de las separaciones irresponsables; de la falta de atención de los padres que “están demasiado ocupados” para demostrarles amor e interés. ¡Ellos son las primeras víctimas! Muchas veces, ellos tristemente absorben el clima de violencia hogareña del que no pueden abstraerse y el que, con los años, pasa a formar parte de su propia personalidad.
Esto significa que la formación espiritual y moral de un niño para llegar a ser persona de bien depende de la formación que les den sus padres, así como el fruto de una semilla será bueno o malo según como la cuide el labrador. Todos fuimos niños y algunos tuvimos padres y madres buenos, atentos, cariñosos y preocupados; otros no tanto, sino más bien ejemplos inconvenientes de progenitores que no les demostraron cariño ni atención.
Es pues fundamental la labor de los padres, pues ellos son los primeros educadores de sus hijos. No pueden dejar esa función al colegio, ni siquiera a la catequesis de la parroquia, porque la familia es la primera escuela de la fe. ¿Cómo puede el niño entender el amor de Dios si no ve demostraciones de amor en su casa?
Los pequeños captan muy bien lo que hacen los mayores, y si los ven rezando, yendo a Misa o explicando alguna verdad de nuestra fe, lo asimilan con gran facilidad. Por eso, no hay que esperar a que crezcan y sean adultos, porque el racionalismo propio de esa edad les impedirá acercarse a la fe.
También Jesús quiere que los adultos tengan alma de niño, que sean sencillos al rezar, al pedirle por sus necesidades, al contarle sus preocupaciones y sus alegrías. Jesús no puede resistirse ante quien le pide con alma de niño. Hermano, deja que Jesús te abrace, te bendiga, te imponga sus manos. Acércate a él como si fueras un niño pequeño.
“Señor mío Jesucristo, ayúdame a darme cuenta de si estoy enseñando bien a mis hijos y dándoles buen ejemplo. Si no, perdóname, Señor, y ayúdame a ser un buen padre o madre de familia.”
Eclesiástico 17, 1-15
Salmo 103, 13-18
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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