“Si no veo en sus manos la señal de los clavos… no creeré” (Juan 20, 25)
Tomás, el apóstol cuya fiesta celebramos hoy, dudaba de la resurrección de Jesús. Sin embargo, fue un devoto y fiel discípulo de Cristo. Fue él quien, viendo que Jesús estaba en peligro, les sugirió a los demás apóstoles que fueran a Betania con el Señor “para morir con él” (Juan 11, 16).
Cuando Tomás vio a Jesús en persona creyó en él y dedicó toda su vida a seguirlo y servirle. Pero en ausencia de Cristo, venía la duda. Esta duda sólo podía desaparecer con un encuentro personal con el Señor: “Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto… mi mano en su costado, no creeré”. Jesús le respondió: “No seas incrédulo; ¡cree!” Con fe humilde, Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20, 25.27.28).
Para nosotros, lo importante es observar su cambio de actitud: Tomás tardó en comprender que su postura ante la palabra de los compañeros no había sido razonable, pues tenía ante sí testimonios muy fidedignos, por ejemplo, el de la Magdalena y los discípulos de Emaús.
Por nuestra parte, si queremos conocer a Jesús y proclamar su señorío, nosotros también hemos de tener un encuentro personal con el Señor. Jesús desea que este singular encuentro se produzca por el poder del Espíritu Santo. Nosotros, como Tomás, tenemos una decisión que tomar.
En nuestro diario caminar de fe, podemos optar por ser fieles o infieles; aprender de Cristo o no hacerle caso; aceptar su obra en nosotros o resistirnos; decir la verdad o engañar; enojarnos o ser conciliadores; perdonar o vengarnos.
Después de recibir el derramamiento del Espíritu Santo, Santo Tomás se fue a proclamar la buena nueva de la muerte y la resurrección de Cristo por el Oriente, llegando incluso a las costas de la India donde, según la tradición cristiana, fue martirizado el 3 de julio del año 72. Hoy, los cristianos de la India, de rito malabar, se dicen discípulos “de Santo Tomás”. Y nosotros, los cristianos del rito latino, debemos mostrarnos muy agradecidos por su fidelidad y su confesión de fe, amor y servicio.
“Padre eterno, concédenos la gracia de pedirle diariamente al Espíritu Santo que nos conceda un mayor deseo de conocer personalmente a Jesús como Señor y Salvador nuestro. Así podremos proclamar también: ¡Señor mío y Dios mío!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario