Los nazarenos no confiaban en la Palabra de Dios, ni en las enseñanzas ni milagros de Jesús. Esto es cierto también para nosotros: Mientras no esperemos recibir algo de Cristo Jesús, él no podrá obrar entre nosotros ni cambiar nuestra vida.
Pero ¿qué sucede si esperamos algo de él? Recordemos un incidente decisivo ocurrido en la vida de San Francisco de Asís. Un día, estaba orando en la Iglesia de San Damián, cuyos muros estaban en precarias condiciones. Cuando reflexionaba contemplando el crucifijo, escuchó que el Señor le decía tres veces: “Francisco, reconstruye mi Iglesia. Ya ves que se está desmoronando.”
Al terminar su oración, Francisco comenzó a juntar piedras y se dispuso a reparar la iglesia de San Damián, porque estaba deseoso de escuchar y obedecer al Señor. Pero más tarde se dio cuenta de que había interpretado literalmente el mensaje, y entendió que el Señor se refería realmente a la Iglesia espiritual, el Cuerpo Místico de Cristo, que necesitaba renovación. Francisco solía contar esta anécdota a sus frailes, haciendo resaltar la acción del Espíritu Santo y demostrando que Dios puede actuar a través de cualquier persona dócil y humilde de corazón.
San Francisco es un ejemplo de los muchos creyentes que a través de los siglos se han esforzado para escuchar y obedecer la Palabra de Dios. Este relato también puede tener un significado especial para nosotros. Aunque no hayamos avanzado mucho en entendimiento, el Espíritu Santo puede moldear un corazón dócil y demostrar lo que Dios realmente quiere hacer.
Cuando Jesús vive en el centro mismo de nuestro ser y dejamos que nos enseñe, él lo hace. Oremos para que no seamos rebeldes y tercos con el Señor, sino que estemos dispuestos a hacer su voluntad.
“Amado Señor Jesucristo, haz de mí también un instrumento de tu paz y de tu amor. No quiero ser rebelde, Señor; quiero amarte, obedecerte y hacer tu voluntad, ¡con tu gracia!”
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