Cuando Jesús se acercó a los discípulos caminando sobre el agua, tanto amaba Pedro al Señor que se sintió movido a ir a recibirlo caminando sobre las olas. Milagrosamente, el agua lo sostuvo, pero cuando el miedo hizo presa de él, empezó a hundirse y gritó “¡Sálvame, Señor!” La maravillosa lección que aprendió Pedro en ese momento, y que todos podemos aprender, es que Jesús siempre está allí para socorrernos. En cualquier tempestad que tengamos que afrontar en la vida, su amor y su poder emanan de la cruz y nos envuelven en su tierno abrazo protector.
Todos nosotros nos encontramos también en una travesía de fe, tal como los primeros discípulos, pero demasiadas veces actuamos según lo que nos dictan los sentidos y el qué dirán; no lo que nos dice la fe. Lo bueno es que Dios no se cansa jamás de invitarnos a “salir de la barca” de nuestros razonamientos habituales; siempre nos está llamando a adoptar una conducta que muchas veces contradice la corriente de la sociedad.
Ya sea en la manera en que cuidamos a nuestros hijos o cómo nos comportamos con nuestra esposa o marido, o con familiares y vecinos, Dios suele invitarnos a salir de la seguridad de la barca para ir a prestar ayuda a los que tienen necesidades materiales o espirituales.
Es cierto que el mundo se encuentra oscurecido por las promesas incumplidas y los hogares destruidos, por la codicia y el odio, por una injusta distribución de la riqueza y por imágenes desvirtuadas de Dios; pero los cristianos podemos influir positivamente si actuamos con la fe de que Jesús está presente para todos los que invocan su nombre. Sin duda que a veces fallamos, pero Cristo está siempre allí, dispuesto a enseñarnos y levantarnos.
“Jesús, Señor mío, tengo la plena seguridad de que estás conmigo, pero ¡aumenta mi fe, Señor! Concédeme audacia para caminar por fe, sabiendo que tú estás siempre allí para no dejar que yo me hunda. Señor, mándame ir a tu lado.”
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