En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud.
Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo.
La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra.
A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar.
Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar.
Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman".
Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua".
"Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él.
Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame".
En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?".
En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó.
Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios".
Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret.
Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.
RESONAR
José María Vegas, cmf
“Soy yo, no tengan miedo”
El Evangelio de hoy empieza y termina con el encuentro de Jesús con las multitudes. Al principio, Jesús se queda con la gente a la que ha dado de comer “para despedirla”. Se ve que no se trataba de una despedida “al por mayor”, sino personal y que requería su tiempo, por lo que retrasa su partida y envía por delante a los apóstoles. Al final, Jesús vuelve a encontrarse con las masas que acuden a Él cargadas de enfermedades. En medio de estos dos encuentros se sitúa, por un lado, su oración en soledad, y, por el otro, el episodio de los discípulos en la barca con viento contrario.
Podemos entender este enmarque como una llamada a la Iglesia, la barca de los discípulos de Jesús: al trato personalizado, a la oración, y también a que no se cierre en sí misma ante los vientos contrarios que la zarandean. Es verdad que esta barca tiene muchos problemas, con frecuencia navega en medio de las olas encrespadas, amenazada con irse a pique. Pero si está en medio del mar y afrontando esos peligros es porque Jesús la ha enviado. La Palabra de Cristo es siempre una llamada a salir de sí, ponerse en camino, afrontar riesgos. Pero, en medio de la tempestad, existe la tentación de centrarse sólo en sí, en la propia salvación, viendo fantasmas que nos hacen gritar de miedo. A veces las tempestades son internas, como las envidias, los celos y las luchas por el poder, de que nos habla la primera lectura: son lepras que desfiguran el rostro de la Iglesia y requieren una oración de sanación. Entonces es fácil olvidar que, pese a los peligros, estamos en misión, enviados por el Señor, y asistidos y acompañados por Él. Jesús, retirado en la soledad de la oración, nos enseña con su ejemplo que el valor para afrontar los vientos contrarios se adquiere en el trato con Dios, que fortalece nuestra fe. “Tener fe” no es un estado inamovible. La fe es una dimensión viva que puede crecer o disminuir, fortalecerse y debilitarse. Pedro tuvo la fe para lanzarse al mar encrespado, pero no la suficiente para caminar por las aguas: le pudo más el temor que la confianza. Su fe necesitaba crecer y fortalecerse de la mano del Maestro, el que nos salva de las tormentas y los fantasmas, amaina los vientos y nos lleva a buen puerto. La peligrosa travesía, en todo caso, no ha sido en vano: nos ha recordado, en primer lugar, que debemos estar siempre en camino, asumiendo riesgos; en segundo lugar, que ese estar en camino tiene un sentido de misión y de servicio: el Señor nos manda por delante para dar de comer a los hambrientos, anunciar el Reino de Dios (la presencia de Cristo) y sanar a los enfermos; por fin, el mismo camino y los peligros afrontados han fortalecido la fe de los discípulos, que en la calma tras la tempestad pudieron confesar “realmente eres Hijo de Dios”. Esa confesión de fe es la respuesta a las palabras de Jesús, el centro de toda la narración, y que debemos aprender a escuchar continuamente: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”
Cordialmente
José María Vegas cmf
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