Si yo arrojo a los demonios por el poder de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios. (Lucas 11, 20)
Cuando Jesús le perdonó sus pecados al paralítico, los jefes judíos lo acusaron de blasfemia; cuando una pecadora ungió a Jesús, un fariseo se molestó porque el Señor se dejaba tocar por esa mujer. Como resultado, cuando Jesús expulsó al demonio del mudo, la gente reaccionó con dureza de corazón. Algunos acusaron al Señor de actuar con el poder del maligno, y otros exigieron más señales.
“Porque si yo expulso los demonios por la mano de Dios, eso significa que el Reino de Dios ya ha llegado a ustedes”. Cuando los israelitas eran esclavos en Egipto, Dios golpeó a los egipcios con plagas para obligar al faraón a dejar en libertad al pueblo. Después de la plaga de los mosquitos, los oficiales del faraón dijeron: “¡Aquí está la mano de Dios!”, porque se dieron cuenta de que el Todopoderoso era quien obraba los prodigios. Por eso, cuando Jesús expulsó al demonio del mudo, eso era algo similar a lo que Moisés había hecho por medio de las plagas: señales del poder de Dios para liberar a su pueblo de la esclavitud del pecado.
Pero los que criticaban a Jesús tenían el corazón tan duro como el del faraón. ¿Cómo hemos de reaccionar nosotros ante las señales del poder salvífico de Dios en nuestra vida y la de otras personas? Estas obras salvadoras exigen una respuesta. ¿Las aceptamos o las rechazamos? Cuando creemos, empezamos a conocer el amor de Jesús, que se manifiesta cuando aceptamos de corazón a su persona y la obra que él realiza en medio de nosotros.
Jesús continuó diciendo que la curación del mudo era una señal de que el Reino de Dios había llegado. En efecto, pese a que los judíos no lo aceptaron, Cristo estableció el Reino de Dios en la tierra por medio de sus milagros, su enseñanza y su muerte y su resurrección. Reconozcamos, pues, que el Reino de los cielos ha llegado al mundo y a nuestra vida, mientras esperamos la plenitud de ese reino, cuando Jesús venga de nuevo.
“Padre celestial, enséñanos a reconocer tu obra y tu poder en el mundo y a acogernos a ti con toda nuestra fe y confianza. ¡Ten misericordia, Señor! ¡Que venga tu Reino!”
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