Jesús nos enseñó a rezar diciendo: “Venga tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6, 10). Por una parte, en esta plegaria le pedimos al Señor que venga en gloria nuevamente a la tierra, pero también le pedimos a nuestro Padre que nos conceda la gracia que necesitamos para llevar una vida con una perspectiva celestial ahora mismo, aquí en la tierra.
Los fieles vivimos en la era de la Iglesia, el tiempo entre la primera venida de Jesús como hombre y su segunda venida como Soberano y Juez y por eso, en este tiempo intermedio, Dios nos capacita para recibir su poder en la vida cotidiana a fin de que lo compartamos con familiares, amigos y vecinos. También nos pide colaborar con él, para que su Reino efectivamente se manifieste en la tierra. Lo hace porque sabe que si el poder del cielo no viene a la tierra, ni la Iglesia ni los fieles individualmente seremos capaces de ser luz del mundo como él nos ha mandado ser.
Veamos ahora qué significa pedirle a nuestro Padre que venga su Reino a nuestro mundo, y qué nos toca hacer a nosotros en el contexto de esta hermosa plegaria.
El Reino está aquí. Una vez, el Señor Jesús les dijo a unos fariseos: “El Reino de Dios ya está entre ustedes” (Lucas 17, 20-21).
Estas palabras son tan sorprendentes hoy como lo fueron en aquella época. Si pensamos en todas las guerras, la hambruna, las injusticias y los conflictos muchas veces violentos que hay en el mundo, y también en el pecado y el egoísmo que percibimos en nuestra propia vida, uno pensaría que el Reino de Dios está aún muy lejos. Pero la fe nos dice que podemos comenzar a vivir aquí y ahora mismo “como en el cielo” y que en Cristo tenemos toda la gracia y el poder que necesitamos para ayudar a construir el Reino de los cielos en la tierra. Esto incluye la manera como nos relacionamos con nuestros familiares, la actitud con que vamos a trabajar, el trato que damos a nuestros amigos y también cómo tratamos a nuestros enemigos.
Entonces, ¿qué podemos hacer para que la vida en la tierra sea más plenamente “como en el cielo”? Para comenzar, podemos rechazar de plano el pecado, porque en el cielo no hay pecado en ninguna de sus formas. El día que en usted vaya al cielo será el último día en que usted cometa faltas, errores y pecados. Hasta entonces, los pecados cometidos ofenden a Dios, nos perjudican a nosotros mismos y a quienes tenemos cerca, y hacen más difícil el amarnos los unos a los otros. Finalmente, obstaculizan nuestro deseo de que el cielo llegue a la tierra.
Por supuesto, todos sabemos lo mucho que cuesta evitar el pecado, porque somos seres humanos débiles y caídos; pero eso no significa que no debamos seguir luchando contra la tentación. Tal vez nunca consigamos la perfección, pero podemos seguir pidiéndole ayuda a nuestro Padre celestial y él nos seguirá ayudando.
Recibir y dar. Apartarse del pecado será naturalmente muy positivo para traer el cielo a la tierra, pero no es suficiente; también tenemos que cambiar de rumbo en nuestra vida. Sabemos que en el cielo se respira una atmósfera de amor puro, completo y perfecto y que el Señor enseñó que los dos mandamientos principales son amar a Dios y amar al prójimo como a uno mismo.
Pero cuando meditamos en la vida de Cristo y la vida que llevaron los grandes santos de la Iglesia, vemos que el amor es mucho más que simplemente tener un cálido sentimiento de cariño o apego. No, el amor es dinámico, activo, y algo que se debe dar a cualquier persona en necesidad; es tender la mano al enfermo y al marginado, al que vive “en las periferias”, como dice el Papa Francisco. Es compartir con todos la buena noticia de la misericordia de Dios; es entregarse del todo por el bien de los demás. ¡Eso es lo que hace el amor! Así es el amor. Y sin el amor, nunca veremos que la vida en esta tierra sea “como en el cielo.”
Tal vez esto nos parezca demasiado exigente y nos cause algo de temor, como si tuviéramos que recurrir a toda la generosidad y el amor que tengamos y luego entregarlos a otros privándonos de sus beneficios nosotros mismos. Pero no es así como Dios actúa. En primer lugar, él es quien nos regala su amor; él es quien nos colma de su misericordia, su bondad y su cariño, y renueva su amor día a día cuando hacemos oración, lo adoramos y lo alabamos en su presencia. Luego, esta experiencia del amor de Dios es la que nos mueve a tender la mano al necesitado y le ayudemos en lo que podamos. Mientas más recibimos, más podemos dar una y otra vez.
Todo acto de amor, por grande o pequeño que sea, acerca más el cielo a la tierra. Toda vez que una madre prepara la cena familiar, cada vez un padre se priva de su descanso para jugar e interactuar con sus hijos, cada vez que alguien ayuda a un vecino enfermo o solitario, cada vez que alguien comparte su fe con otro, y cada vez que echamos una moneda en la alcancía para los pobres en la iglesia ayudamos a que el cielo venga a la tierra.
El clamor de los pobres. En el cielo no hay el menor indicio de pecado y tampoco de pobreza. Allá nadie vive en la calle; nadie pasa hambre. A todos se les acoge con cariño. Cuando Jesús anunció su propia misión de traer el cielo a la tierra, dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” (Lucas 4, 18).
Con estas palabras el Señor se refería a personas concretas, de carne y hueso, que sufrían espiritual y físicamente. A los primeros les ofreció misericordia y perdón; a los segundos les curó sus enfermedades, multiplicó para ellos el pan; y a todos les dijo que fueran justos en sus tratos con los demás y que compartieran sus bienes con los necesitados.
Ahora que Jesús ha regresado al cielo, a quien le corresponde continuar con la misión es la Iglesia, es decir, tú y yo. A los fieles del Señor nos toca ver que cada persona —de cualquier edad, raza, nacionalidad, educación o posición social— sea tratada con bondad, respeto y justicia. Nosotros somos responsables por el bienestar de los que son pobres, oprimidos o marginados, porque ellos son nuestros hermanos y hermanas y sus necesidades son las nuestras. Si queremos ver que el Reino de Dios llegue al mundo y se haga su voluntad en la tierra como en el cielo, tenemos que estar dispuestos a denunciar claramente las injusticias morales y sociales; proteger al débil y apoyar al menos afortunado; ser compasivos con aquellos que cometen errores y proclamar la “buena nueva de Dios”, que es fuente de verdadera alegría para todos.
¿Quieres tú ayudar a traer el cielo a la tierra? Dile al Señor que quieres tratar de enjugar las lágrimas de quienes sufren injustamente. Pídele que te permita ver las necesidades que hay cerca de ti. ¡Quiera el Señor que todos hagamos lo posible por ayudar a aliviar el sufrimiento de muchas personas!
Instrumentos de cambio. “Hágase tu voluntad… como en el cielo” (Mateo 6, 10). Esta es una petición tan exigente como gloriosa. Cada vez que pronunciamos esta oración, el Espíritu Santo nos llena de su gracia y nos dice que efectivamente podemos llevar una vida santa y cambiar el mundo; nos dice que Jesús ya ha salvado al mundo del pecado y ahora él nos pide reclamar el mundo para sí. De modo que si colaboramos con el Espíritu Santo, cada uno de nosotros puede ayudar a que este mundo se parezca un poquito más al cielo; cada uno puede encontrar diversos modos de donar nuestro amor sin condiciones.
Si buscamos la gracia de Dios en la oración, sin duda la encontraremos y también descubriremos la fuerza necesaria para dejar de pecar, amar a los demás y tender la mano a los necesitados. El Espíritu del Señor está sobre cada uno de nosotros y nos ha ungido con su gracia, su amor y su poder, y ahora nos pide que llevemos la buena noticia a nuestros seres queridos, a los pobres y también a quienes nos rechazan o nos atacan.
Quiera nuestro cariñoso Padre celestial llenarlo a usted de su amor, y nos inspire a todos a asumir nuestra vocación, con la confianza de que él está con nosotros en todo momento. Quiera el Señor que seamos instrumentos de cambio, para ayudar a traer el Reino de Dios a la tierra.
Los fieles vivimos en la era de la Iglesia, el tiempo entre la primera venida de Jesús como hombre y su segunda venida como Soberano y Juez y por eso, en este tiempo intermedio, Dios nos capacita para recibir su poder en la vida cotidiana a fin de que lo compartamos con familiares, amigos y vecinos. También nos pide colaborar con él, para que su Reino efectivamente se manifieste en la tierra. Lo hace porque sabe que si el poder del cielo no viene a la tierra, ni la Iglesia ni los fieles individualmente seremos capaces de ser luz del mundo como él nos ha mandado ser.
Veamos ahora qué significa pedirle a nuestro Padre que venga su Reino a nuestro mundo, y qué nos toca hacer a nosotros en el contexto de esta hermosa plegaria.
El Reino está aquí. Una vez, el Señor Jesús les dijo a unos fariseos: “El Reino de Dios ya está entre ustedes” (Lucas 17, 20-21).
Estas palabras son tan sorprendentes hoy como lo fueron en aquella época. Si pensamos en todas las guerras, la hambruna, las injusticias y los conflictos muchas veces violentos que hay en el mundo, y también en el pecado y el egoísmo que percibimos en nuestra propia vida, uno pensaría que el Reino de Dios está aún muy lejos. Pero la fe nos dice que podemos comenzar a vivir aquí y ahora mismo “como en el cielo” y que en Cristo tenemos toda la gracia y el poder que necesitamos para ayudar a construir el Reino de los cielos en la tierra. Esto incluye la manera como nos relacionamos con nuestros familiares, la actitud con que vamos a trabajar, el trato que damos a nuestros amigos y también cómo tratamos a nuestros enemigos.
Entonces, ¿qué podemos hacer para que la vida en la tierra sea más plenamente “como en el cielo”? Para comenzar, podemos rechazar de plano el pecado, porque en el cielo no hay pecado en ninguna de sus formas. El día que en usted vaya al cielo será el último día en que usted cometa faltas, errores y pecados. Hasta entonces, los pecados cometidos ofenden a Dios, nos perjudican a nosotros mismos y a quienes tenemos cerca, y hacen más difícil el amarnos los unos a los otros. Finalmente, obstaculizan nuestro deseo de que el cielo llegue a la tierra.
Por supuesto, todos sabemos lo mucho que cuesta evitar el pecado, porque somos seres humanos débiles y caídos; pero eso no significa que no debamos seguir luchando contra la tentación. Tal vez nunca consigamos la perfección, pero podemos seguir pidiéndole ayuda a nuestro Padre celestial y él nos seguirá ayudando.
Recibir y dar. Apartarse del pecado será naturalmente muy positivo para traer el cielo a la tierra, pero no es suficiente; también tenemos que cambiar de rumbo en nuestra vida. Sabemos que en el cielo se respira una atmósfera de amor puro, completo y perfecto y que el Señor enseñó que los dos mandamientos principales son amar a Dios y amar al prójimo como a uno mismo.
Pero cuando meditamos en la vida de Cristo y la vida que llevaron los grandes santos de la Iglesia, vemos que el amor es mucho más que simplemente tener un cálido sentimiento de cariño o apego. No, el amor es dinámico, activo, y algo que se debe dar a cualquier persona en necesidad; es tender la mano al enfermo y al marginado, al que vive “en las periferias”, como dice el Papa Francisco. Es compartir con todos la buena noticia de la misericordia de Dios; es entregarse del todo por el bien de los demás. ¡Eso es lo que hace el amor! Así es el amor. Y sin el amor, nunca veremos que la vida en esta tierra sea “como en el cielo.”
Tal vez esto nos parezca demasiado exigente y nos cause algo de temor, como si tuviéramos que recurrir a toda la generosidad y el amor que tengamos y luego entregarlos a otros privándonos de sus beneficios nosotros mismos. Pero no es así como Dios actúa. En primer lugar, él es quien nos regala su amor; él es quien nos colma de su misericordia, su bondad y su cariño, y renueva su amor día a día cuando hacemos oración, lo adoramos y lo alabamos en su presencia. Luego, esta experiencia del amor de Dios es la que nos mueve a tender la mano al necesitado y le ayudemos en lo que podamos. Mientas más recibimos, más podemos dar una y otra vez.
Todo acto de amor, por grande o pequeño que sea, acerca más el cielo a la tierra. Toda vez que una madre prepara la cena familiar, cada vez un padre se priva de su descanso para jugar e interactuar con sus hijos, cada vez que alguien ayuda a un vecino enfermo o solitario, cada vez que alguien comparte su fe con otro, y cada vez que echamos una moneda en la alcancía para los pobres en la iglesia ayudamos a que el cielo venga a la tierra.
El clamor de los pobres. En el cielo no hay el menor indicio de pecado y tampoco de pobreza. Allá nadie vive en la calle; nadie pasa hambre. A todos se les acoge con cariño. Cuando Jesús anunció su propia misión de traer el cielo a la tierra, dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” (Lucas 4, 18).
Con estas palabras el Señor se refería a personas concretas, de carne y hueso, que sufrían espiritual y físicamente. A los primeros les ofreció misericordia y perdón; a los segundos les curó sus enfermedades, multiplicó para ellos el pan; y a todos les dijo que fueran justos en sus tratos con los demás y que compartieran sus bienes con los necesitados.
Ahora que Jesús ha regresado al cielo, a quien le corresponde continuar con la misión es la Iglesia, es decir, tú y yo. A los fieles del Señor nos toca ver que cada persona —de cualquier edad, raza, nacionalidad, educación o posición social— sea tratada con bondad, respeto y justicia. Nosotros somos responsables por el bienestar de los que son pobres, oprimidos o marginados, porque ellos son nuestros hermanos y hermanas y sus necesidades son las nuestras. Si queremos ver que el Reino de Dios llegue al mundo y se haga su voluntad en la tierra como en el cielo, tenemos que estar dispuestos a denunciar claramente las injusticias morales y sociales; proteger al débil y apoyar al menos afortunado; ser compasivos con aquellos que cometen errores y proclamar la “buena nueva de Dios”, que es fuente de verdadera alegría para todos.
¿Quieres tú ayudar a traer el cielo a la tierra? Dile al Señor que quieres tratar de enjugar las lágrimas de quienes sufren injustamente. Pídele que te permita ver las necesidades que hay cerca de ti. ¡Quiera el Señor que todos hagamos lo posible por ayudar a aliviar el sufrimiento de muchas personas!
Instrumentos de cambio. “Hágase tu voluntad… como en el cielo” (Mateo 6, 10). Esta es una petición tan exigente como gloriosa. Cada vez que pronunciamos esta oración, el Espíritu Santo nos llena de su gracia y nos dice que efectivamente podemos llevar una vida santa y cambiar el mundo; nos dice que Jesús ya ha salvado al mundo del pecado y ahora él nos pide reclamar el mundo para sí. De modo que si colaboramos con el Espíritu Santo, cada uno de nosotros puede ayudar a que este mundo se parezca un poquito más al cielo; cada uno puede encontrar diversos modos de donar nuestro amor sin condiciones.
Si buscamos la gracia de Dios en la oración, sin duda la encontraremos y también descubriremos la fuerza necesaria para dejar de pecar, amar a los demás y tender la mano a los necesitados. El Espíritu del Señor está sobre cada uno de nosotros y nos ha ungido con su gracia, su amor y su poder, y ahora nos pide que llevemos la buena noticia a nuestros seres queridos, a los pobres y también a quienes nos rechazan o nos atacan.
Quiera nuestro cariñoso Padre celestial llenarlo a usted de su amor, y nos inspire a todos a asumir nuestra vocación, con la confianza de que él está con nosotros en todo momento. Quiera el Señor que seamos instrumentos de cambio, para ayudar a traer el Reino de Dios a la tierra.
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