“Escribe al Ángel de la Iglesia de Laodicea: El que es Amén, el Testigo fiel y verídico, el Principio de las obras de Dios, afirma: «Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca. Tú andas diciendo: Soy rico, estoy lleno de bienes y no me falta nada. Y no sabes que eres desdichado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Por eso, te aconsejo: cómprame oro purificado en el fuego para enriquecerte, vestidos blancos para revestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez, y un colirio para ungir tus ojos y recobrar la vista. Yo corrijo y comprendo a los que amo. ¡Reanima tu fervor y arrepiéntete! Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos. Al vencedor lo haré sentar conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono». El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias.” (Apoc 3, 14 – 22)
Parar quienes nos hemos acercado a este texto bíblico cuantas veces habrá resonado fuertemente en nuestro corazón, movilizando nuestro interior y llevándonos sinceramente a preguntarnos si seremos de los que estamos en el medio de “dos temperaturas espirituales” que a nadie ayuda, especialmente a nosotros mismos. La verdad es que somos varios los que queremos saber en realidad en que consiste la tibieza que apunta las Sagradas Escrituras, no por curiosidad o vanidad, sino con el fin de lograr descubrir y discernir en nuestro camino hacia la unidad espiritual con el Señor y a la vida fraternal con los hermanos.
La tibieza no es en primer término un “sentimiento”, y se la define mal cuando se habla de ella como de un estado afectivo. La tibieza es principalmente una actitud de la voluntad, una decisión consciente, un estado admitido a sabiendas. No consiste en un melancólico decaimiento, sino en un rechazo deliberado de seguir hasta el fin la voluntad del único Maestro. Se encuentra en todas las almas que sin reparos aceptan el pecado venial, y que hacen de él, por lo tanto, una costumbre. Solía decir el P. Raniero Cantalamessa que los pecados veniales consentidos continuamente y no confesados son como el “mal colesterol” que de a poco se va adhiriendo a nuestras canales de circulación sanguíneo, produciendo la muerte silenciosa con el tiempo. En este ejemplo claro y sencillo descubrimos que la gracia será menos eficaz si no realizamos un continuo examen de conciencia que nos permita una buena reconciliación, evitándonos caer en la tibieza que siempre nos acecha.
Para conocer si soy tibio, lo primero que debo observar no es el número de mis faltas. Ese número puede aumentar o disminuir sin que se modifique mi disposición interior. Basta que cambien las circunstancias. El más impaciente de los hombres tendrá menos accesos de ira si se le transporta en medio de un pacifico lugar, y si no se halla rodeado más que de benévola docilidad. Su impaciencia, aunque se manifieste menos, no por eso ha disminuido, y la mirada que escudriña los corazones no reconoce progresos en él. Puede incluso decirse que la gravedad de las faltas no es absoluta e inmediatamente indicio seguro de tibieza. San Pedro no era tibio la tarde de la negación, y hay caídas profundas y bruscas, que las almas fervorosas han de temer lo mismo que los demás.
En cambio, la facilidad con que se peca revela una complicidad antecedente con el enemigo de las almas, y el que el mal entre en nosotros dejándonos insensibles muestra a las claras que nuestra voluntad lo había secretamente aceptado de antemano. El que puede decir sinceramente a Dios: “Señor, estoy decidido a no rehusarte nada; quiero cumplir todos mis deberes y todos tus deseos; no me reservo nada, nada disimulo, te hago entrega de toda mi capacidad de querer”, ese tal es un buen servidor y un fiel discípulo. No es, no puede ser un tibio, y sin embargo, caerá aún. Sus caídas serán, accidentes locales, infidelidades pasajeras a sus buenas disposiciones anteriores; para repararlas le bastará restaurar, con la gracia de Dios, la voluntad inicial, y cerrar, por decirlo así, el paréntesis que había abierto en su vida la caída.
El tibio, por el contrario, no quiere pronunciar sinceramente la palabra del abandono absoluto. Dará, pero hasta tal límite; se someterá, excepto en tales casos; prevé y acepta su déficit espiritual, y se decide a no renunciar a tal cosa que el precepto divino, aunque no con obligación grave, le ordena que deje. El apego puede ser en sí de ninguna importancia: una pereza consentida, un rencor mantenido, una irregularidad que llega a arraigar en nosotros como algo permanente, el objeto preciso no importa; lo que hace de un alma cristiana un alma tibia es el cautiverio voluntario en manos de un tirano terrestre. Son conocidas las palabras del Señor al Rey Saúl a través del profeta Samuel, debido a sus continuas rebeldías: « ¿Quiere el Señor holocaustos y sacrificios o quiere que se obedezca su voz? La obediencia vale más que el sacrificio; la docilidad, más que la grasa de carneros. Como pecado de hechicería es la rebeldía; como crimen de idolatría es la contumacia. Porque tú has rechazado la palabra del Señor, él te ha rechazado a ti para que no seas rey».
Un ejemplo iluminador: dos hombres pasean por un camino. El primero marcha derecho, pero tropieza en un obstáculo y cae. Una vez levantado continúa caminando derecho; el principio de la marcha no está viciado en él. El otro es cojo; no tropieza contra ninguna piedra, ni cae gravemente, pero ninguno de sus pasos es correcto; el principio de la marcha de este tal es defectuoso. Ahora bien: el principio de nuestras acciones morales es nuestra libre voluntad. Cuando esta voluntad es correcta, obedece a su ley suprema y se somete deliberada y totalmente a sólo Dios. Esta sumisión no suprime los defectos, pero los desaprueba; no hace imposibles las caídas, pero las convierte en ilógicas. Este hombre puede caer, pero no cojea, y levantando marcha aún derecho.
Cuando, por el contrario, la voluntad es incorrecta, y deliberadamente rehusa a Dios la total sumisión, cualesquiera que sean las obediencias parciales, esa voluntad es la de un alma coja e imperfecta, y las malas acciones que de ella procedan se seguirán lógicamente. No está quitado el defecto, ni siquiera desaprobado.
Por eso, Dios mío, quiero echar una mirada sobre mí mismo. Puede ser que sea yo uno de esos adormecidos que nunca han pensado en tomar una resolución respecto de tu voluntad; puede ser que mi conciencia esté profundamente aletargada – gravi corde – e incapaz de enderezarse, si tu trueno no la despierta. Hazme salir de mi tumba. Pero quizá he hecho yo también a sabiendas, como Ananías y Safira, dos partes de hacienda, y guardando tal vez en mi mano codiciosa una porción de mi voluntad, no estoy dispuesto a ofrecerte más que una mentida sumisión. Puede ser que te haya dicho: “todo, pero esto no”; imaginándome que tenía derechos que debía hacer valer, y bienes personales que defender, temiendo de parte de Dios un despojo excesivo. Si así fuera, me encuentro verdaderamente entre esos tibios cuya absurda cobardía te disgusta, y no me he dado cuenta de no haber sembrado en mis surcos más que la nada. (Autor anónimo)
Sin embargo, en el camino a la santidad siempre hay esperanzas de resurrección, por eso los invito a que nos encomendemos a quien es Patrona de los que siempre necesitamos una nueva conversión, Santa Teresa de Ávila que después de pasar mas de 20 años en una tibieza espiritual, arrodillada ante el crucifijo pidió al Señor la gracia de la conversión radical. Nosotros también estamos nuevamente invitados a hacer una nueva profesión de fe y pedirle al Señor su cercanía y su palabra siempre viva y sanadora. Que María, consuelo de todos nosotros nos anime.
“Señor, estimula la voluntad de tus fieles,
Para que buscando con mayor fervor
El fruto de la Redención,
Reciban con más abundancia
La ayuda de tu bondad.”
(Oración Colecta)
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