Santa Isabel de la Trinidad (1880-1906), carmelita descalza
Último retiro, 42-44
«Es necesario que hoy venga a morar en tu casa»
«Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar, no vacilaré» (Sl 61,2-3). ¡He aquí el misterio que hoy canta mi lira! Como a Zaqueo, mi Maestro me ha dicho: «Apresúrate, desciende, que quiero alojarme en tu casa.» Apresúrate a descender, pero ¿dónde?. En lo más profundo de mí misma, después de haberme negado a mí misma (Mt 16,24), separado de mí misma, despojado de mí misma, en una palabra, sin yo misma.
«Es necesario que me aloje en tu casa.» ¡Es mi Maestro quien me expresa este deseo! Mi Maestro que quiere habitar en mí, con el Padre y el Espíritu de Amor, para que, según la expresión del discípulo amado, yo viva «en sociedad» con ellos, que esté en comunión con ellos (1Jn 1,3). «Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois miembros de la casa de Dios», dice san Pablo (Ef 2,19). He aquí como yo entiendo ser «de la casa de Dios»: viviendo en el seno de la apacible Trinidad, en mi abismo interior, en esta «fortaleza inexpugnable del santo recogimiento» de la que habla san Juan de la Cruz...
¡Oh qué bella es esta criatura así despojada, liberada de ella misma!... Sube, se levanta por encima de los sentidos, de la naturaleza; se supera a ella misma; sobrepasa tanto todo gozo como todo dolor y pasa a través de las nubes, para no descansar hasta que habrá penetrado «en el interior» de Aquel que ama y que él mismo le dará el descanso... El Maestro le dice: «Apresúrate a descender». Es así como ella vivirá, a imitación de la Trinidad inmutable, en un eterno presente..., y por una mirada cada vez más simple, más unitiva, llegar a ser «el resplandor de su gloria» (Heb 1,3) o dicho de otra manera, la incesante «alabanza de gloria» (Ef 1,6) de sus adorables perfecciones.
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