que ha resucitado de entre los muertos
y por eso actúan en él fuerzas milagrosas.
Mateo 14, 2
Cuando el rey Herodes escuchó lo que se decía de Jesús, creyó que Juan el Bautista había vuelto a la vida, aunque él mismo había mandado ejecutarlo. Así de grande fue la impresión que la vida, la enseñanza y las obras de Juan le habían causado. Incluso, desde antes de su nacimiento, el ángel que se le apareció a su padre Zacarías le había anunciado que el Bautista estaría lleno del Espíritu Santo y que haría “que muchos de la nación de Israel se volvieran al Señor su Dios” (Lucas 1, 16).
Cuando nació Juan, viendo todas las cosas que habían sucedido durante el embarazo de su madre, la gente se preguntaba “¿Qué llegará a ser este niño?” (Lucas 1, 66). Habiéndose enterado de los prodigios que habían ocurrido en torno al nacimiento de esta criatura, como la aparición del ángel mensajero a Zacarías, la concepción milagrosa en Isabel y el cántico profético del padre, sin duda suponían que el niño llegaría a ser un gran hombre. Cuando Juan llegó a la vida adulta, se fue a vivir en el desierto, apartado del mundo, a fin de prepararse para su misión de ser el precursor del Mesías de Israel. Seguramente muchos dijeron “¡Qué desperdicio!”, lo cual no es muy diferente de lo que se escucha hoy cuando un joven ingresa al seminario o una joven a un convento.
Pero Juan no hacía más que cumplir su vocación, porque en el desierto aprendería a escuchar la voz de Dios. Allí descubrió que él debía ser “el amigo del novio” (Juan 3, 29), el que prepararía el camino para el Mesías. Juan dedicó toda su vida a cumplir este único propósito. Por amor y obediencia, se sometió a la voluntad de Dios y así llegó a ser un ejemplo claro y evidente para todos de la superabundante grandeza de Aquel que venía tras sus pasos.
Todos nosotros, al igual que San Juan, fuimos creados con un propósito singular. Si buscamos a Dios en la oración, la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, el Espíritu Santo nos enseñará a descubrir cuál es nuestra misión. Todos podemos llegar a ser como San Juan y entregarnos de corazón para adelantar el Reino de Dios y llegar a ser “amigos del novio”, que se postran al pie de la cruz para entregar la vida por Cristo.
“Toma, Señor; te entrego mi vida. Concédeme la gracia, te lo ruego, de escuchar tu llamada y responderte con todas mis fuerzas y todo mi corazón.”Jeremías 26, 11-16. 24
Salmo 69(68), 15-16. 30-31. 33-34
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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