El joven rico quería lo mejor de ambos mundos: la plenitud de la vida eterna y también la seguridad de las riquezas materiales. Muchos de nosotros buscamos la vida eterna, pero ¿estaríamos dispuestos a vender la casa, el carro o lo valioso que tengamos para repartir el dinero entre los pobres y depender de Cristo para satisfacer nuestras necesidades personales básicas? Esto es imposible para la lógica humana, pero Jesús nos dice que es posible para Dios.
El Señor previno a sus discípulos acerca de los peligros de las riquezas: “Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el Reino de Dios” (Marcos 10, 25). Los discípulos se quedaron pasmados. Según el pensamiento judaico, la riqueza era entendida como bendición divina, entonces ¿por qué renunciar a ella? Con razón pensaron que Jesús fue demasiado exigente con el próspero joven que había obedecido los mandamientos con tanto esmero y fidelidad.
Jesús reconoció el deseo sincero y los esfuerzos que hacía este hombre por vivir los mandamientos (Marcos 10, 21), por eso lo invitó a hacerse discípulo suyo; lo llamó a depositar su confianza en Dios, como un niño lo haría con sus padres. El Señor sabía que valía la pena vender todo para comprar la perla valiosísima de la vida eterna (Mateo 23, 45-46), pero el joven rico no pudo reconocer el valor incomparable de esa perla y fue incapaz de renunciar a la seguridad que sus riquezas le daban en el mundo.
El llamamiento de Jesús al discipulado es costoso, porque pide que sus seguidores lo sacrifiquen todo por causa suya; sin embargo, la recompensa es magnífica. Si confiamos en él, el Señor nos dará fuerzas para poner nuestra confianza en el Reino de Dios y obtener así la vida eterna. Tal vez queramos saber cómo es esto posible, a lo que Jesús nos asegura: “Para los hombres, es imposible, pero no para Dios; porque para Dios todas las cosas son posibles” (Marcos 10, 27). Cristo hizo realidad aquello que era imposible para nosotros (salvarnos de la condenación eterna y darnos una vida nueva) dependiendo completamente de la promesa del Padre de que él resucitaría tras dar su vida por nosotros en la cruz.
“Padre celestial, enséñame a confiar en ti como un niño pequeño confía en su padre o su madre, para que un día llegue a compartir la vida eterna contigo.”
Eclesiástico 17, 20-24
Salmo 32, 1-2. 5-7
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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