Vivir con real libertad no es algo sencillo; pasa por un largo proceso de renuncia y pérdidas
Enfrentamos muchas cosas en la vida y tomamos decisiones todo el tiempo. Cada una de estas decisiones involucran muchas áreas y actúan diversos niveles de pérdidas y ganancias. Entre todas estas situaciones causadas por las decisiones, tal vez la menos deliberada y la que más postergamos, es la sensación de pérdida. No sabemos perder…. Entre todos los aprendizajes de la vida hasta la madurez, tal vez sea la acción interior que más esfuerzos nos cuestan y realmente es una de las cosas más difíciles de aprender: perder.
Es, literalmente dejar atrás, avanzar hacia adelante sin lamentar el pasado tan reciente, dejar en el pasado lo que debe permanecer allá. Es como vivir un luto, pero un luto no es vivido solamente cuando alguien muere, sino también cuando necesitamos dejar morir relaciones viejas, desequilibradas, dependientes; para que después de una distancia saludable y purificadora, el vínculo pueda ser reconstruido y revisado con más madurez y amor. Y en ese proceso de pérdida, el luto es extremadamente necesario. Dejar que Dios, en su bondad, nos devuelva el amor en la medida saludable, justa y equilibrada. Puede suceder que nuestras mejores relaciones necesiten morir para nacer de nuevo y necesitamos dejar que eso suceda. Vale más una relación siendo rehecha que un constante fingimiento.
A veces no nos gusta vivir estas pérdidas, a decir verdad no queremos perder el poder que pensamos tener sobre las situaciones, las cosas y las personas. Vivir con una real libertad no es algo sencillo; pasa por un largo proceso de renuncia y pérdida. Cuando perdemos en paz, comenzamos a madurar.
Para toda mujer existe un motivo de amor, algo sagrado en su historia o un vínculo que ella aprecia mucho. Pero todo ser humano es falible y en algún momento la decepción puede llegar. Decepcionarse es parte de la vida y también revela nuestra inmadurez. Una decepción cuesta muy caro a un corazón femenino, que “rumia” algunas situaciones por dÍas, meses, años. Es muy fácil ver la decepción en el rosto de una mujer, porque esa es la fealdad que ella lleva estampada en su mirada: la amargura. La decepción sin el toque amoroso de Dios convierte una mujer amarga y desagradable. Hasta sus poros gritan por misericordia y perdón. ¡Esta mujer necesita aprender a perder!.
Cuando decidimos cambiar de vida y andar realmente en la luz, necesitamos perder muchas cosas para abrir espacio para la vida nueva. La primera cosa que necesitamos es perder a “nosotros mismos”, entregándonos a Dios y su providencia. Para dejar llegar lo nuevo que Dios nos ofrece, debemos dejar esa mujer vieja para atrás.
Necesitamos dejar muchas cosas para atrás. Cada una de nosotras sabe el nombre de estas cosas, el nombre de cada persona con quien te gustaría tener horas para “lavar tu alma”, dejar viejos sueños para ser envueltos por nuevos, dejar ciudades, estados, países… La libertad de una mujer fuerte se construye en las perdidas que ella es capaz de aceptar. Cuanto más pérdidas, más fuerzas y libertad. Es una gracia del Espíritu de Dios esa de saber perder confiando que ganamos mucho más cuando depositamos confianza ciega en Dios, así pasamos por menos decepciones con los hombres.
A veces pensamos que nuestra felicidad depende de la presencia de alguien en nuestra vida, pero en el fondo sabemos que eso no es saludable y tampoco puede continuar así. La única persona que necesitamos ser dependientes completamente y para siempre es Dios. Es tiempo de dejar para atrás los recuerdos que te atormentan diariamente y confiar en Dios concretamente.
El amor nunca aprisiona, nunca amarra, nunca prohíbe, nunca ahoga. Quien ama siempre confía, el amor deja volar, crecer, hace nacer de nuevo. Es en ese amor que creo.
Traducción: Thaís Rufino de Azevedo
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