Reyes y reinas no sirven de modelo para la representación gloriosa de Jesús
La solemnidad de este último domingo del año litúrgico de la Iglesia nos coloca frente a la realeza de Jesús. Creada en 1925 por el Papa Pio XI, esta fiesta litúrgica puede parecer pretenciosa y triunfalista. ¿De qué realeza se trata?
Para superar la ambigüedad que permanece, necesitamos ir más allá de la visión del Apocalipsis cuyo himno en la segunda lectura canta que “Jesús es el soberano de todos los reyes de la tierra”. Entonces, reyes y reinas no sirven de modelo para la representación gloriosa de Jesús. Así sea para colocarlo encima de todos los soberanos. Riquezas y palacios, no son elementos que sirvan para exaltar la entrega de Jesús por nosotros. Jesús está en el otro margen. Él es la antítesis de la realeza de la riqueza y del poder. No es en vano que los evangelios de la liturgia de hoy, en los ciclos litúrgicos A, B, y C de la Iglesia, siempre nos colocan en el contexto de la pasión de Jesús para contemplar su realeza.
Jesús fue Rey durante su vida, en solo dos momentos: al entrar en Jerusalén como Rey pobre, montado en un burrito prestado y al ser humillado en la pasión, revestido con manto púrpura y corona de espinas; rey, al morir despedido y con el pecho traspasado en la cruz. Rey de la Paz y Rey del Amor sin límites hasta la muerte. La realeza de Jesús es la realeza del Amor Agape de Dios por toda la Humanidad y por toda la creación.
Esta fiesta es ocasión propicia para que podamos reconocer una vez más, que en la cruz de Jesús, el poder-dominación, el poder opresor, creador de desigualdades y exclusiones, difusor de sufrimiento por todos lados, está definitivamente derrotado. Esto se dio por su modo de vivir para Dios y para los otros. El fracaso en la cruz es la victoria de Jesús sobre el mal, el pecado y la muerte, por medio de su Resurrección.
Esta fiesta se vuelve entonces reveladora de un triple fundamento para nuestra Esperanza, de que las Promesas de Dios se cumplirán hasta el fin.
El surgimiento de la materia y su evolución, desde el bing bang, cuando toda la energía del Universo se concentraba en un único punto más pequeño que el átomo, son el primer fundamento de nuestra Esperanza.
Dios es creador respetando las leyes de lo que creó. Nosotros nos damos cuenta de que la soberanía de Dios viene cumpliéndose en un Universo en expansión, ya que la evolución de la materia alcanzó su punto Omega al dar a luz a Jesús de Nazaret, a través de Maria, porque en él está la Humanidad humanizada para todos los hombres y mujeres de todas las generaciones.
El segundo fundamento es la persona de Jesús de Nazaret. El sueño de una Humanidad humanizada se expresa en la primera lectura del libro de Daniel, en la figura de un Hijo de Hombre, figura antitética de los hijos de la bestia, hijos de la truculencia, de los pueblos paganos que oprimirían Israel con sus ejércitos. El sueño se hizo realidad en Jesucristo. Jesús nos humaniza con su divinidad: nunca Dios estuvo tan cerca de nosotros, siendo uno de nosotros y sin privilegios, pero también sin crímenes y pecados (cf. epístola a los Hebreos). Jesús nos diviniza con su humanidad, tan humano que es, que solo puede venir de Dios y ser Dios mismo.
El tercer fundamento de nuestra esperanza es la comunidad eclesial de fe, de los amigos y discípulos de Jesús, Mirando esta grandeza entendemos el último sentido de nuestro bautizo, pues en la realeza de Jesús fuimos bautizados para ser reyes y reinas, en el Sacerdocio de Jesús, para que seamos sacerdotes y sacerdotizas, en el Profetismo de Jesús, para que seamos profetas y profetizas, para vivir según el imperativo de la Palabra de Dios, revelada en su Hijo.
La soberanía de esa realeza consiste en el servicio de la cultura de la paz y de la solidaridad, de la compasión y de la fraternidad. El poder que corresponde a esa realeza es el del ejercicio de la autoridad que sirve para hacer que el milagro de la diversidad se vuelva unidad.
En el sacerdocio de Jesús nos unimos a su misión de gastar la vida por los demás. Sabemos por El, cual es el modo de existir que nos conduce a la Vida verdadera, cual es la religión que agrada a Dios. La esperanza puesta en el Sacerdocio de Jesús es también la certeza de que la vida que se gasta por compasión y solidariedades la vida feliz y bien vivida.
Nuestra Esperanza es profética, pues la fuerza de la Palabra inaugura el Futuro. “A pesar de ti, mañana será otro día” cantaba Chico Buarque durante la dictadura. Era la palabra del poeta venciendo la fuerza bruta. Viviendo el tiempo presente en el corazón de la comunidad de fe, que es la Iglesia, sentimos que una fuerza más grande se mueve en nosotros, nos conmueve para abrirnos en dirección al futuro, pues nuestra esperanza no se fundamenta solo en Dios, en un sentido radical del futuro, o como dice el proverbio, que “el futuro le pertenece a Dios”. Sino que es Dios mismo a quien esperamos y quien nos espera en el futuro. Esto es tener Esperanza: esperar al mismo Dios!
La fiesta de hoy nos hace contemplar la existencia del Universo, necesaria para que surja el gran presente de Dios ofrecido a toda la Creación, que es Jesús. Así, nuestra esperanza se sustenta también en los cantos, en los niños y mariposas, en los hombres y mujeres de buena voluntad, en las piedras, volcanes, nubes, luna, planetas, estrellas y galaxias. Si existe todo eso y no el nada, nuestra esperanza está de pie, tiene cabeza y corazón.
Así como San Pablo, vivimos en la Esperanza, pero hoy sabiendo de su triple fundamento: aquel de la evolución del Universo que culminó en Jesús por el don de María; aquel que es Jesús que por nosotros se dio en la Cruz, abriendo para nosotros un modo de vivir para Dios y para los otros que es verdadera salvación; y aquel que es la Iglesia, nuestra comunidad de fe, que nos lanza y sustenta en la abertura radical al futuro, esperando a Dios que viene y que nos acoge con amor infinito por medio del seguimiento de su Hijo, por quien recibimos la Vida y Plenitud de la gracia de Dios.
Padre Anderson Marçal
Comunidad Canción Nueva
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