Todo hombre tiene dentro de si un apetito sensible que le hace desear cosas agradables que no posee. Este apetito en si mismo no es perjudicial ni puede ser considerado pecado. El problema surge cuando el deseo saludable pasa a ser “avidez”, porque ella remite al pecado de la envidia. El décimo mandamiento: “no codiciar las cosas ajenas”, trata justamente de esta falta de organización del querer.
La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal: “De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio)” (CIC 2539).
Con la envidia se evidencia otro pecado: la idolatría, porque el envidioso se pone en el lugar de Dios y quiere que el verdadero Dios esté sujeto a sus veleidad. Es por eso que ver en todo la mano divina, en todo el sustento de la mano poderosa del Señor y dar gracias por eso es la mejor forma de sanar de ese mal.
El hombre moderno cree que la justicia de Dios significa que todos deben ser iguales, lo que no es verdad. Dios distribuye sus dones de una forma que unos necesiten de los demás siempre. Para la lucha contra la tristeza, contra la envidia y contra la idolatría la mejor arma es la acción de gracias.
“¿Deseas ver Dios glorificado por vos? Bueno, entonces regocíjate con los progresos de tu hermano e inmediatamente Dios va a ser glorificado por vos. Dios va ser alabado, aún, porque su siervo supo vencer la envidia, poniendo su alegría en el mérito de los demás”. (São João Crisóstomo).
Por lo tanto, agradecer a Dios siempre y por todas las cosas, es salir del estado de amnesia producido por la envidia. Es tener en mente que nada es merecido, que Dios no es deudor de absolutamente nada, pero que cada uno es Agradecido por Él, que es el Supremo Bien y Su Bondad.
Traducción: Thaís Rufino de Azevedo
Por: Padre Paulo Ricardo
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