lunes, 10 de noviembre de 2014

Palabra del día

"En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Es inevitable que sucedan escándalos; pero ¡ay del que los provoca! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar. Tened cuidado. Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: "Lo siento", lo perdonarás.»
Los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.»
El Señor contestó: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y os obedecería."

Lucas 17, 1-6

Comentario
El gran escándalo se produce cuando un cristiano no es capaz de perdonar. Eso es que no cree lo suficiente. El perdón es el centro de la vida cristiana. Sin duda, es su origen. En Jesús Dios nos acoge a todos sin medida. Jesús es la imagen viva del Dios que cura y sana, del Dios que crea y recrea. Dios tiene el poder de crear la vida y lo usa con nosotros. 
      No deja de ser curioso que hay un punto en el que el hombre se ha igualado a Dios. Hoy tenemos la capacidad de destruir la vida en el planeta. De un golpe lo podemos hacer con la energía nuclear que está convertida en bombas en miles de cabezas nucleares de misiles repartidos entre unos cuantos países. Y más lentamente lo estamos haciendo entre todos con la contaminación de este planeta en el que vivimos. Nos hemos igualado a Dios en la capacidad de destrucción de la vida (curiosamente es un poder que nuestro “todopoderoso” Dios no ha utilizado nunca, quizá porque ama demasiado a su creación). 
      Pero no nos hemos igualado a él en su capacidad para crear y recrear la vida. Algo nos acercamos con la medicina. Pero un poco sólo. Algo también nos podemos acercar con el perdón. Cuando perdonamos, damos una nueva oportunidad a la persona perdonada –sea otra persona o nosotros mismos–. En realidad, la recreamos, le ayudamos a salir del laberinto que supone la culpa y el pecado. La ofensa es siempre y sobre todo una ofensa y una condena a nosotros mismos. El daño se lo hace más el ofensor a sí mismo que al ofendido. El ofensor hiere sobre todo su propia dignidad. El ofendido mantiene incólume su dignidad por más que física o psicológica o espiritualmente haya sido herido. El que necesita curarse es más el ofensor que el ofendido. 
      El perdón cura y sana. El perdón recrea la vida. El que perdona cree en la vida y por eso abre caminos al herido, al que se ha autolesionado con su forma de actuar. Aquí es donde se une crear y creer. Sólo puede crear el que cree. Dios nos crea porque cree en nosotros. Cree que valemos la pena a pesar de nuestra fragilidad. “Tanto amó Dios al mundo que mandó a su hijo para salvarnos...”
      Para perdonar tenemos que creer que el que nos ha ofendido es también hijo de Dios. Y si creemos eso, podremos hacer algo mucho más importante que hacer que una planta se arroje a sí misma en el mar. Podremos recrear la vida en el ofensor, en el herido, podremos curarle y darle una nueva oportunidad. Basta con perdonar.

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