El equivalente actual de tales cosas es que hasta nuestras mejores vestimentas se gastan (o cambia el estilo); los aparatos domésticos se descomponen; los automóviles se deterioran con el uso; las inversiones desaparecen con los altibajos de la economía. Incluso cosas de mayor valor, como los bienes raíces, pueden ser destruidos por incendios o catástrofes naturales. ¡Qué poco de lo que tenemos en este mundo durará siquiera para dejarlo a la próxima generación! Sin embargo, nos pasamos la vida entera coleccionando tesoros fugaces.
A veces nuestras intenciones se dan simplemente por falta de sensatez. Vivimos como si hubiésemos venido al mundo para amontonar riquezas y no pensamos en nada más que en eso: Ganar dinero, comprar, gastar, tener. Queremos hacer ostentación y despertar admiración o envidia, y así nos engañamos, sufrimos, nos cargamos de preocupaciones y disgustos y no encontramos la felicidad que deseamos.
Pero la propuesta del Señor es diferente: “Es mejor acumular tesoros en el cielo…” El cielo es la gran bodega de las buenas acciones, los tesoros que duran para siempre. El Señor nos prodiga muchos bienes materiales, pero lo hace para que los usemos con sentido común, especialmente siendo generosos con los necesitados.
Por eso, tenemos la obligación de usar los bienes, para los fines de Dios. El Papa San León I Magno escribió: “Por la gracia de Dios, hasta las cosas terrenas se transforman en celestiales cuando los hombres dedican las riquezas que han ganado o heredado para fines devotos. Cuando reparten sus bienes para dar de comer a los pobres, acumulan riquezas imperecederas.” (Sermón 92).
Cristo enseñó que, siendo generosos y sirviendo a los menos afortunados, podemos convertir las posesiones materiales en tesoros eternos.
“Señor, Espíritu Santo, te pido que me des la capacidad de mirar la vida con la perspectiva de Dios y así atribuir el valor a las cosas que realmente lo tienen.”fuente Devocionario Católico la Palabra con nosotros.
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