Encíclica «Spe salvi», 36
De la misma manera que el obrar, también el sufrimiento [bajo todas sus formas] forma parte de la existencia humana. Éste deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas al largo de la historia, y que sigue creciendo sin cesar hasta el momento presente.
Ciertamente que conviene hacer todo lo posible para atenuar el sufrimiento; impedir, en la medida de lo posible, el sufrimiento de los inocentes; calmar los dolores, ayudar a superar los sufrimientos psíquicos. Todo esto son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida verdaderamente humana. En la lucha contra el dolor físico se ha llegado a grandes progresos, pero en el curso de los últimos decenios ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también los sufrimientos psíquicos.
Sí, debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para aliviar el sufrimiento, pero eliminarlo completamente del mundo no forma parte de las posibilidades humanas, simplemente porque no podemos sustraernos de nuestra finitud y porque nadie de entre nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la falta, que, como vemos, es constantemente fuente de dolor. Sólo Dios podría llevarlo a cabo: y sólo un Dios que entra personalmente en la historia haciéndose hombre y sufre en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) está presente en el mundo. Por la fe en la existencia de este poder, la esperanza de que el mundo pueda ser curado, ha aparecido en la historia.
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