miércoles, 17 de junio de 2015

No es un sueño ilusorio, es una promesa de Jesús


Estoy comenzando un nuevo trabajo y espero que me vaya bien. Mi auto se estropeó. Espero que no cueste demasiado repararlo. Mi equipo va a competir en un torneo de fútbol y espero que ganemos. Tenemos una reunión familiar y espero que todos lo pasen muy bien.

Todas estas afirmaciones permiten ver lo común que puede ser el sentimiento de esperanza. Todos vivimos esperando que suceda algo, y cuando ya no hay más esperanza, no queda más que desistir y darse por vencido. Incluso cuando no podemos predecir o suponer el resultado, siempre esperamos que el desenlace sea bueno, como si pusiéramos toda nuestra confianza nada más que en la buena suerte.

Esta es la esperanza humana de todos los días. Pero la esperanza de la que habla San Pablo es algo diferente. No se trata de aspiraciones ilusorias ni de una serie de anhelos que nos gustaría que algún día se hicieran realidad, pero sin la menor certeza de que en efecto vaya a ocurrir. Cuando Pablo escribe que Cristo en nosotros es nuestra “esperanza de la gloria,” habla de algo mucho más concreto y seguro que la incertidumbre de los deseos y las ilusiones.

En este artículo meditaremos sobre esa esperanza, la esperanza que está arraigada en las promesas de Jesús. Queremos ver cómo puede ayudarnos esta esperanza a encontrar la presencia de Cristo en el corazón, una presencia que es sólo el principio de “la gloria” que él ha ganado para todos sus fieles.

Una gloria para compartir. Sabemos algo de lo que es la gloria en términos humanos: Aquel sentimiento de enorme alegría y completa satisfacción de alguien que ha hecho una obra muy prestigiosa y reconocida por todos y que merece elogio y admiración, o los honores y reconocimientos especiales que recibe alguien por haber realizado algo heroico o muy beneficioso o conseguido logros excepcionales.

Pero la gloria que Jesús nos promete no está basada en nuestros propios logros, por excepcionales que sean; sino en lo que él ha hecho. Gracias a su muerte redentora y su resurrección gloriosa, Jesús aseguró para nosotros una parte de su propia gloria divina. ¡Él fue quien soportó la carga más pesada y dolorosa, y quien sacrificó voluntariamente su vida, y nosotros nos beneficiamos de todo ello!

¿No es esto irónico? Siempre hemos escuchado que toda “la gloria, la grandeza, el poder y la autoridad” le pertenecen a Dios (Judas 25), no a nosotros, hombres y mujeres comunes. Pero el amor de Dios no tiene límites, y el Señor ha decidido compartir aquella gloria con nosotros. Todos somos pecadores y no merecemos la gloria de Dios, sin embargo, eso es precisamente lo que Jesús nos ofrece para cuando lleguemos a nuestra morada eterna.

Esta promesa de la gloria celestial, este regalo divino de la esperanza, es la que nos confiere fuerzas aquí en la tierra. La esperanza es la que nos mueve a permanecer junto al Señor, y la que nos lleva a mantener la mirada fija en el Reino de los cielos. La esperanza nos dice que el cielo será mucho mejor de lo que jamás pudiéramos imaginarnos. Al final de cuentas, la esperanza nos mueve a llevar una vida de santidad cada día.

El regalo de la esperanza. Pero eso no es todo. La esperanza nos enseña que no todo depende de nosotros. Si todo lo que tuviéramos a mano fuera la promesa de la gloria, pero sin que nadie nos ayude a llegar allá, la vida cristiana sería una enorme carga. Pero no es eso lo que Dios quiere para sus hijos. Es por esto que el misterio de la fe es “Cristo en ustedes, la esperanza de la gloria.” Nuestro Señor, que habita en el corazón de sus fieles, está ansioso de darnos a conocer su gloria, y somos nosotros los que debemos acercarnos a él en la oración, obedecer sus mandamientos y esforzarnos por amarnos los unos a los otros. Y toda vez que hacemos esto, le damos a él otra oportunidad de darnos a conocer su Persona y su gloria.

Dondequiera que vaya, el Señor lleva consigo bendiciones innumerables. Pensemos, por ejemplo, en todos los enfermos, tullidos y endemoniados a quienes curó por compasión cuando anduvo en la tierra, y todos los pecadores que se beneficiaron de su misericordia y su perdón. Esta fue la razón por la cual Dios se hizo hombre y asumió nuestra naturaleza: para salvarnos del pecado y llenarnos de su vida y su amor. Esta fue la razón por la cual también prometió permanecer con nosotros hasta el final de los tiempos. Jesús espera una respuesta personal y decidida de cada uno de sus fieles y nos ama tanto que no puede menos que bendecirnos y permitirnos contemplar algo de su gloria eterna.

Jesús es nuestra esperanza, nuestra promesa y nuestra garantía de gloria. Cuando se dejó clavar en la cruz para salvarnos, dijo a toda la creación: “Quiero que mi pueblo, mi Iglesia, esté conmigo para siempre. Quiero que cada uno tenga parte en mi gloria.” Ahora, a través del don del Espíritu Santo, Cristo está actuando poderosamente en cada uno de sus fieles día tras día, y procurando hacer que veamos su gloria con tanta claridad que nos dediquemos a vivir para ella. ¡Quiera Dios que todos abramos los ojos para contemplar la gloria de cielo!

Desarrolle sus instintos. Una vez San Agustín preguntó: “¿Por qué subes a las montañas o bajas a los valles del mundo para buscar al Señor que habita en tu corazón?” Jesús está con nosotros y en nosotros, llenándonos de la esperanza de su gloria. Efectivamente, no tenemos que salir a buscarlo en otros lados; sólo tenemos que seguir la guía de San Agustín y mirar dentro de nosotros mismos.

Entonces, ¿cómo podemos estar más conscientes de la presencia de Jesús en nuestro corazón? Podemos hacerlo si desarrollamos los instintos espirituales que Dios nos ha dado. Es como aprender a tocar el piano. Al principio, cuando uno empieza a tocar por primera vez una pieza desconocida, lee atentamente la partitura y mira con cuidado las teclas que ha de pulsar; pero con el tiempo, cuando ya conoce bien la melodía y los tonos que debe tocar, ya no mira la partitura con tanta atención y deja que los dedos fluyan casi sin pensarlo sobre el teclado y produzcan la hermosa melodía ya aprendida de memoria. La persona que ha desarrollado bien sus instintos musicales aprende a tocar bien y con confianza la música e incluso puede improvisar, dando lugar a su propia creatividad.

Del mismo modo, en la vida espiritual, comenzamos por aprender atentamente y cumplir cuidadosamente todos los mandatos de Dios y aquello que nos parece que nos indica el Espíritu Santo. Pero con el tiempo, el instinto espiritual se va desarrollando al punto de que la preocupación de hacer lo correcto ya no nos domina. Ya sabemos lo que hemos de hacer, y nos vamos acostumbrando a percibir las mociones del Espíritu; además, tenemos una mayor confianza en que Cristo, que habita en nosotros, puede guiarnos y protegernos cuando nos toca transitar por algún camino oscuro o incierto.

La disposición personal. En 1691 se publicó un libro titulado La práctica de la presencia de Dios. Era una colección de los pensamientos y reflexiones de un hermano carmelita descalzo llamado Lorenzo de la Resurrección, conocido también como Hermano Lorenzo, que trabajaba en la cocina de un monasterio en París. El mensaje central del libro es que la presencia de Dios se experimenta más y mejor cuando se tiene una buena disposición espiritual que cumpliendo prácticas estrictas.

Según el Hermano Lorenzo, la gente tiende a idear medios y métodos de “entrar” en el amor de Dios. De esto decía: “Aprenden reglas y establecen mecanismos para recordarles de aquel amor, y pareciera que es un enorme problema llegar a tener conciencia de la presencia de Dios. Con todo… ¿acaso no es más rápido y más fácil dedicarse uno a cumplir sus actividades comunes totalmente ‘por amor a Dios’?… Lo que yo hago cada día no se diferencia de mi tiempo de oración. En medio del ajetreo de la cocina y el ruido de cacerolas y platos, mientras varias personas piden cosas diferentes, yo estoy con Dios con la misma tranquilidad como si estuviera arrodillado frente al Santísimo Sacramento.”

El Hermano Lorenzo enseñaba que todo lo que pensamos y hacemos puede ser un puente hacia la presencia de Dios. Le parecía que no se trataba tanto de lo que uno hiciera como de la disposición con la cual lo hiciera. Si podemos comenzar a considerar que todas las actividades que realizamos son regalos a Dios, percibiremos su presencia en nosotros, sea lo que sea que hagamos, y este descubrimiento nos llenará de alegría.

Este es el simple secreto del Hermano Lorenzo: Todo lo que usted haga, hágalo para el Señor. Hágalo como si viera a Cristo de pie allí a su lado. Si usted es obrero de la construcción, representante de ventas, estudiante o abuelo jubilado, piense que todo lo que usted diga y haga es un regalo para Jesús.

¿Dos maneras de vivir? No es raro que uno se encuentre viviendo de dos maneras diferentes. Pensamos y actuamos de un modo cuando estamos en la iglesia, en oración o participando en la adoración eucarística, pero pensamos y actuamos de otra forma cuando estamos concentrados en el trabajo, relajados con amigos o pasando el tiempo con la familia. Por ejemplo, en Misa podemos estar llenos de pensamientos de paz y devoción, pero cuando estamos con amigos posiblemente nos dejemos llevar por la corriente del grupo, aun cuando “la corriente” se dirija hacia donde el Señor no quiere que vayamos.

Pero, en realidad, no fuimos creados para vivir de dos maneras distintas. Fuimos creados para tener una actitud de fe y confianza en Dios y dejar que esa actitud guíe nuestros pensamientos y acciones durante todo el día. Fuimos creados para llevar con nosotros la presencia de Dios con amor y en forma consciente, dondequiera que estemos y sea lo que sea que estemos haciendo. Y esto lo podemos hacer siguiendo los sencillos pero eficaces consejos del Hermano Lorenzo.

Así pues, lleve a Jesús en su corazón y nunca lo pierda de vista. Repita constantemente: “Cristo vive en mí y él es mi esperanza de gloria.” Haga suyas las palabras del salmo: “Alcen, oh puertas, sus cabezas, álcense puertas eternas para que entre el Rey de la gloria” (Salmo 24, 7). Abra de par en par las puertas de su corazón y dele la bienvenida a Jesús, su Señor y Salvador. Alábelo y ríndale honor. Ponga su esperanza en sus promesas y no permita que nada le impida permanecer a su lado, y la gloria del Señor llenará su corazón.

Oremos:“Señor, quiero ver la esplendorosa hermosura de tu Persona y contemplar tu gloria divina. Quiero fijar la mirada en la vida que me espera, para comenzar a llevar esa vida desde ahora mismo. Gracias, Señor, porque sé que tú vives en mí y que tú eres el tesoro de mi corazón y mi esperanza de gloria.”

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