miércoles, 24 de junio de 2015

DONES DE FE Y MILAGROS - parte III

CUANDO LA FE TRANSFORMA LA VIDA
Parte III


Después de haber convivido y enseñado a sus discípulos, Jesús les dijo: “Si comprendieran estas cosas, serían felices, bajo la condición de practicarlas” cfr. Juan 13,17. Las revelaciones de Dios solo traen felicidad a quien las pone en práctica. Es necesario obedecer para experimentar. No se trata de un simple creer. La fe es algo que compromete a la persona hasta su último pelo. Se trata de poner el corazón en las manos del Padre y al mismo tiempo aceptar toda la verdad que El nos reveló. Es confiar, depender y obedecer a Dios en Jesucristo. Obedecer en fe significa creer que aquello que Dios reveló es verdad y, por esa razón, aceptar hacer lo que Su Palabra nos manda. Entonces, el Espíritu Santo actúa en el hombre para que él sea capaz de abandonar a disposición de Dios todo su pensar y su querer, de forma que hasta la misma inteligencia y la voluntad de la persona cooperen con la gracia divina. Del mismo modo que la fe es don de Dios, ella es también la respuesta que le damos por haberse compadecido de nosotros y venido en nuestro socorro. Es decirle: “Sí, mi Dios, creo en Tu Amor, y acepto, de todo corazón que Jesús me salve, pues yo estaba perdido y era infeliz antes de oír Tu Voz”. Sin la gracia y sin el Espíritu Santo ayudándonos interiormente es imposible creer, pero para creer también es necesario querer. La verdad difícilmente entra en un corazón cerrado. Por eso, el Señor nos dice: “Oye, mi hijo, recibe mis palabras y se multiplicarán los años de tu vida. Es el camino de la sabiduría que te muestro, es por la senda de la rectitud que yo te guardaré. Si en ella caminas no tropezarás. Aférrate a la instrucción, no la sueltes, guárdala, porque ella es tu vida. En el camino de los impíos no te adentres, no sigas por el camino de los malos. Evítalo, no pases por él, desvíate y toma otro camino, porque ellos nos dormirán sin antes haber practicado el mal, no conciliarán el sueño si no hubiesen hecho caer a alguien, tanto más que la maldad es el pan que comen y la violencia el vino que beben. Pero la vereda de los justos es como la aurora, cuyo brillo crece hasta la plenitud del día. El camino de los inicuos es tenebroso, no perciben aquello en que han de tropezar. Mi hijo, oye mis palabras, inclina tu oído a mis discursos. Que ellos no se aparten de tus ojos, consérvalos en lo íntimo de tu corazón, pues son vida para aquellos que los encuentran, salud para todo el cuerpo. Guarda tu corazón por encima de todas las otras cosas, porque de el brotan todas las fuentes de vida. Preserva tu boca de la malignidad, lejos de tus labios la falsedad! Que tus ojos vean de frente y que tu vista perciba lo que hay delante de ti! Examina el camino donde colocas los pies para que sean siempre rectos! No te desvíes ni para la derecha ni para la izquierda, y retira tu pie del mal”. Pe 4,10-27

La Palabra de Dios hace bien a los que se ocupan de ella. “Oye, obedece, mis palabras y los años de tu vida se multiplicarán”, garantiza el Señor. En otras palabras, la Sagrada Escritura esta asegurándote que si obedeces a Dios nada te podrá detener, y serás guiado de forma que los obstáculos no bloqueen tu camino. Mientras tanto, para que eso suceda es necesario que tengas disciplina; y para tenerla es necesario escuchar y obedecer como discípulo. Son dos palabras que vienen de la misma raíz por eso ellas se parecen. ¿Quién es el “discípulo”? Es aquel que acepta la “disciplina”. Sin dedicarse nadie mejora, nadie crece, nadie se vuelve agradable a Dios. La persona disciplinada invierte en la propia vida y, ciertamente, se aproximará de todos sus objetivos. Pero quien no se corrige es siempre una presa fácil de las seducciones de una vida fácil. Cualquier propuesta apetitosa, aunque errada, lo desvía de sus metas. El camino errado siempre se presenta como un atajo, es atrayente y promisorio. Es la puerta de la cual Jesús habla (cfr. Mt 7,13) Al contrario de lo que aparenta, es un camino tenebroso que te hará tropezar. Pero, aquel que sigue lo que Dios le muestra y percibe por donde va, es siempre iluminado; y el mismo se vuelve una luz. Su brillo atraerá a otras personas para Cristo. Muchos verán su ejemplo y lo seguirán como todos siguen a aquel que en lo oscuro carga una vela. Pero brillar cuesta caro. La luz solo brilla a costa de aquello que ella consume. Una vela no produce luz si no es encendida. Ella necesita quemarse para brillar. También nosotros no podremos ayudar a otros si no nos consumimos, sin que eso nos cueste algo. Es fácil obedecer a Dios cuando las cosas van bien, cuando comprendemos lo que está sucediendo o cuando Dios quiere lo mismo que nosotros queremos. Solamente cuando necesitamos avanzar sin tener todas las respuestas, cuando parece que la vida se descarriló, y Dios nos pide algo que no deseamos es que notamos que obedecer puede ser como un fuego que ilumina, calienta, pero también quema. Quemar recuerda desgaste, sufrimiento y a nadie le gusta sufrir. Pero, ¿qué es desgastarse para hacer la voluntad de Dios? ¿Qué es dejarse consumir?

Tenemos la tendencia de creer que somos útiles cuando somos fuertes y podemos hacer algo por los otros. Por ejemplo, si precisamos por causa de un sufrimiento o de una dolencia, abandonar nuestras obligaciones, corremos el riesgo de quedar tristes y no sentirnos inútiles. Es justamente en esa hora que debemos mantenernos firmes y unidos a Dios. Si tenemos paciencia y fuésemos obedientes al Padre, seremos una bendición todavía mayor para las personas en nuestro tiempo de sufrimiento y dolor, mayor que en los días en que pensábamos estar rindiendo al máximo en nuestros trabajos.

Ser fiel en los momentos dolorosos y difíciles; mantener la determinación cuando todo el mundo ya desistió y ni siquiera le importa; eso sí, arde como el fuego. Pero si queremos brillar e iluminar otras vidas, necesitamos quemarnos y consumirnos para no desviarnos del bien y de la verdad, para no desviarnos de Dios en un momento de oscuridad y revuelta. El ser humano, para ser luz, necesita estar unido a Dios en su amor por los hombres. Tendrá que hacer sacrificios y desdoblarse para ayudar a los otros. Muchos quieren brillar, pero sin quemarse, quieren vencer, pero sin luchar. Se olvidan que antes que el triunfo viene la renuncia, la entrega y la cruz. La victoria de mañana tiene sus raíces en el sufrimiento de hoy. Sin esfuerzo no se puede triunfar. Sin dedicarse nadie obtiene éxitos. Pero una cosa el Espíritu Santo nos asegura: los que son fieles inclusive en medio de los sufrimientos recibirán de Dios la vida y hasta la misma salud para todo su cuerpo. (cfr. Pe 4,22) Las fuerzas que recibimos del Espíritu Santo no son concedidas para huir de los conflictos de este mundo real en que vivimos, para un mundo de espiritualidad alineado y fantasioso, sino para testimoniar en medio de las tribulaciones y de las desavenencias del día a día que Jesús es el Señor que nos libera. Y aquel que fue socorrido por Dios debe seguir el ejemplo del Señor y socorrer a su prójimo.

Hay un tipo de alivio que solo conseguimos cuando aprendemos a sosegar, pero este sosiego no viene solo sin que nada hagamos. Para encontrar alivio y poder descansar el corazón, es necesario ayudar a los otros. Si quisiéramos ser libres, tenemos que aprender a liberar a las personas. Y quien quiere tener paz tendrá que aprender a dejar a los otros en paz.

Eso quiere decir perdonar la ofensa y muchas veces también las deudas. Obedece a Dios quien actúa así.

El Padre de los Cielos, cuando nos pide obediencia tiene en vista nuestro bien. El quiere educarnos. La palabra educar, del latín “educare”, significa hacer brotar lo mejor, lo más dulce y provechoso que la persona trae dentro de sí. Para hacer brotar la dulzura de la caña de azúcar es necesario molerla. Es necesario apretar, exprimir la naranja para disfrutar de su delicioso jugo. El Señor aprovecha los sufrimientos que nos angustian para convertirnos en una persona mucho mejor. Es impresionante como en las manos de Dios los sufrimientos más amargos son responsables de producir los corazones más dulces y tiernos. No tengamos miedo de sufrir para mantener la fe. Si nos sentimos molidos como una caña de azúcar o exprimidos como una naranja, recordemos que, en Dios, eso no nos llevará a la muerte, sino que traerá salud y vida. La fe es la convicción de que Dios va a honrar lo que Jesús nos prometió y actuará conforme a sus palabras.

La fe en Dios es diferente de creer en alguna cosa o en una persona humana. No es creer en algo, sino confiar en aquel que Dios envió, es entregarse a Jesús sin reservas ni negociaciones. Mas que creer como verdaderas ciertas cosas que no conseguimos entender, fe es tener confianza en Dios, colocarse en las manos de Él y aceptar con coraje y amor el camino de la felicidad que El nos trajo. No se trata de una intuición, un sentimiento o una emoción. Es un compromiso con Dios que toca a la persona de una punta a otra de su ser. Desde lo más íntimo a lo más superficial. La fe necesita ser tan profunda y enraizada en el corazón cuanto manifestarse por fuera en todas nuestras actitudes. Fue lo que llevó a Pablo a decir: “Por lo tanto, si con tu boca confiesas que Jesús es el Señor, y si con tu corazón creer que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” Es creyendo con el corazón que se obtiene la justicia, y es profesando con palabras que se llega a la salvación” cfr. Rom 10.9-10

¿Qué es lo que hay de más intimo y secreto para el hombre en su corazón? ¿Y qué es lo que hay de más manifiesto que sus palabras? Cuando la fe es verdadera, ella nos hace vivir de manera coherente con aquello en que creemos. Ella transforma nuestros modos de proceder a tal punto que nos volvemos capaces de asumir compromisos nuevos y difíciles por amor a Dios y a nuestro prójimo. Si aquello que llamamos fe no nos lleva a tomar una actitud, es porque no es fe. De que aprovecha a alguien decir que cree si eso no lo lleva a actuar? ¿Acaso esa fe podrá salvarlo? (cfr. Sant 2,14) La fe que no presenta señales y no se vuelve evidente es como un árbol de plástico: basta llegar cerca de él para ver que es falso. Puede parecerse a uno verdadero en todo, pero jamás podrá dar ni siquiera un fruto. Del mismo modo que un cuerpo sin alma está muerto, la fe sin obras también está muerta.


Del libro: “Dons de Fé e Milagres”
Márcio Mendes
Editorial Cançao Nova
Adaptación Del original em português.

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