Mateo 8, 26
Aun cuando el Señor vaya con nosotros en las travesías de la vida, siempre surgen tempestades, como en el Evangelio de hoy. Las olas eran tan violentas que los discípulos fueron presa del pánico. Finalmente, cuando despertaron a Jesús, él simplemente “se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.” La Palabra de Jesús produjo la calma, una calma que no iba destinada sólo a realizarse en el agua agitada del cielo y del mar, sino sobre todo en el corazón de sus atemorizados seguidores.
Los discípulos pasaron del pánico y la desesperación al asombro propio del que acaba de presenciar algo que hasta ese momento era impensable. La sorpresa, la admiración, la maravilla de ver un cambio tan drástico en la situación que vivían despertó en ellos una pregunta central: “¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?” ¿Quién es el que puede calmar las tormentas del cielo y de la tierra y, a la vez, las de los corazones de los hombres?
La palabra griega seismos con la que se describe la tempestad que zarandeaba la barca es el mismo término que se usa en otras partes del Nuevo Testamento para describir las perturbaciones y calamidades que ocurrirán al final de los tiempos, cuando las tribulaciones azoten a la Iglesia. El uso de esta palabra ayudó a los primeros lectores cristianos a darse cuenta de que no debían dejarse dominar por el miedo frente a la persecución o la adversidad.
El relato de la tempestad constituye un puente entre la comunidad de los seguidores de San Mateo y nosotros. La barca de Pedro representa la Iglesia, sacudida por las aguas adversas del mundo. Espantados y desesperados, los discípulos gritaron “¡Señor, sálvanos!”, eco de una oración que encontramos incluso en las más antiguas liturgias, el Kýrie eléison: “¡Señor, ten piedad!” El Mesías pregunta a cada generación: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? Nosotros sí tenemos fe, pero es inmadura y nos falla fácilmente. Jesús nos invita a todos a crecer en la fe y experimentar su poder salvífico.
Aun cuando el Señor vaya con nosotros en las travesías de la vida, siempre surgen tempestades, como en el Evangelio de hoy. Las olas eran tan violentas que los discípulos fueron presa del pánico. Finalmente, cuando despertaron a Jesús, él simplemente “se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.” La Palabra de Jesús produjo la calma, una calma que no iba destinada sólo a realizarse en el agua agitada del cielo y del mar, sino sobre todo en el corazón de sus atemorizados seguidores.
Los discípulos pasaron del pánico y la desesperación al asombro propio del que acaba de presenciar algo que hasta ese momento era impensable. La sorpresa, la admiración, la maravilla de ver un cambio tan drástico en la situación que vivían despertó en ellos una pregunta central: “¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?” ¿Quién es el que puede calmar las tormentas del cielo y de la tierra y, a la vez, las de los corazones de los hombres?
La palabra griega seismos con la que se describe la tempestad que zarandeaba la barca es el mismo término que se usa en otras partes del Nuevo Testamento para describir las perturbaciones y calamidades que ocurrirán al final de los tiempos, cuando las tribulaciones azoten a la Iglesia. El uso de esta palabra ayudó a los primeros lectores cristianos a darse cuenta de que no debían dejarse dominar por el miedo frente a la persecución o la adversidad.
El relato de la tempestad constituye un puente entre la comunidad de los seguidores de San Mateo y nosotros. La barca de Pedro representa la Iglesia, sacudida por las aguas adversas del mundo. Espantados y desesperados, los discípulos gritaron “¡Señor, sálvanos!”, eco de una oración que encontramos incluso en las más antiguas liturgias, el Kýrie eléison: “¡Señor, ten piedad!” El Mesías pregunta a cada generación: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? Nosotros sí tenemos fe, pero es inmadura y nos falla fácilmente. Jesús nos invita a todos a crecer en la fe y experimentar su poder salvífico.
“Jesucristo, Señor mío, te ruego que me concedas una fe firme e inquebrantable, y te pido que protejas a toda la Iglesia y quienes la componen, porque sé que tú quieres lo mejor para tus fieles.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario