“... es preciso saber que uno reza con su cuerpo (...) Esto puede parecer evidente, pero el cristianismo, pese a su origen de religión de encarnación, se había [se ha] convertido de tal modo en una religión [sólo] del alma (…) que había [ha] olvidado la parte del cuerpo en la oración” (J.C Barreau).
El cuerpo ha de reflejar el silencio del alma, esencialmente religiosa; ha de ser llegar a ser, y cada vez más, lugar de la gloria de Dios; lugar de oración, y parte de nuestra relación de amor…
Necesitamos un cuerpo favorable para la celebración de nuestra propia presencia y para la celebración de nuestro culto razonable (lógico), el que debemos a Dios (Rm 12,1). Es la lógica de quien debe amar a Dios y amarlo ‘en cuerpo y alma’. El cuerpo, lugar de presencia del alma que lo habita, se tiene que someter a lo que llamo pautas de encarnación: posibilidades prácticas para que el alma habite nuestro cuerpo. Nuestra religión es una religión de encarnación.
Un primer orden es el restaurar nuestra anatomía deformada o dañada y nuestra fisiología alterada. No significa que tengamos que reparar nuestros daños corporales; es suficiente con que los asumamos y que sean parte de esa entrañable debilidad (aszeneya: astenia, 2 Co 12,9) que le dé a Dios la oportunidad de verter en nosotros su fuerza (dy?namis). Fuerza y debilidad –en este caso, corporal-no son una contradicción, sino una indecible confluencia de fuerzas como la del vaso vacío y el agua que lo llena; como del que no tiene y acepta que le den; como del que no puede y busca la fuerza de otro: De Dios… Y es un aspecto de ‘bienaventurados los pobres en el espíritu’.
Muchos cuerpos creyentes son cuerpos profanos, sin misterio, paganos. La orientación religiosa de nuestro cuerpo no se ciñe a gestos o posturas, reflejo de nuestra mente; tiene que salir del alma: Entonces el gesto es un gesto puro, no fabricado. Ese gesto, en tal caso, nos define; ese gesto, salido desde dentro, es necesariamente religioso; lo realiza el cuerpo pero ¡sale del alma…!
El cuerpo ha de reflejar el silencio del alma, esencialmente religiosa; ha de ser llegar a ser, y cada vez más, lugar de la gloria de Dios; lugar de oración, y parte de nuestra relación de amor…
Necesitamos un cuerpo favorable para la celebración de nuestra propia presencia y para la celebración de nuestro culto razonable (lógico), el que debemos a Dios (Rm 12,1). Es la lógica de quien debe amar a Dios y amarlo ‘en cuerpo y alma’. El cuerpo, lugar de presencia del alma que lo habita, se tiene que someter a lo que llamo pautas de encarnación: posibilidades prácticas para que el alma habite nuestro cuerpo. Nuestra religión es una religión de encarnación.
Un primer orden es el restaurar nuestra anatomía deformada o dañada y nuestra fisiología alterada. No significa que tengamos que reparar nuestros daños corporales; es suficiente con que los asumamos y que sean parte de esa entrañable debilidad (aszeneya: astenia, 2 Co 12,9) que le dé a Dios la oportunidad de verter en nosotros su fuerza (dy?namis). Fuerza y debilidad –en este caso, corporal-no son una contradicción, sino una indecible confluencia de fuerzas como la del vaso vacío y el agua que lo llena; como del que no tiene y acepta que le den; como del que no puede y busca la fuerza de otro: De Dios… Y es un aspecto de ‘bienaventurados los pobres en el espíritu’.
Muchos cuerpos creyentes son cuerpos profanos, sin misterio, paganos. La orientación religiosa de nuestro cuerpo no se ciñe a gestos o posturas, reflejo de nuestra mente; tiene que salir del alma: Entonces el gesto es un gesto puro, no fabricado. Ese gesto, en tal caso, nos define; ese gesto, salido desde dentro, es necesariamente religioso; lo realiza el cuerpo pero ¡sale del alma…!
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