«Hacedlos fructificar»
El sudor y el esfuerzo que el trabajo necesariamente comportan en la actual condición de la humanidad, ofrecen al cristiano y a todo hombre, que es también llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor y la obra que Cristo vino a llevar a cabo. Esta obra de salvación se realizo a través del sufrimiento y la muerte en cruz. Soportando el cansancio del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre, en alguna manera, colabora con el Hijo de Dios a la redención de la humanidad. Se presenta como el verdadero discípulo de Jesús llevando, a su vez, la cruz de cada día en su actividad propia.
Cristo, «aceptando morir por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo que también debemos cargar esta cruz que el mundo hace recaer sobre las espaldas de los que persiguen la justicia y la paz». Sin embargo, al mismo tiempo «constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» (Vaticano II, GS 38).
En el trabajo humano, el cristiano encuentra una pequeña parte de la cruz de Cristo, y la acepta en espíritu de redención tal como Cristo aceptó su cruz por nosotros. En el trabajo, gracias a la luz que nos penetra por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un resplandor de la vida nueva, del bien nuevo. Encontramos como un anuncio de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1) a los que el hombre colabora precisamente con el esfuerzo del trabajo.
papa
Encíclica Laborem exercens, 27
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