Apocalipsis 1, 3
El Libro del Apocalipsis (palabra que significa revelación) fue escrito para reconfortar a los cristianos del siglo I que eran perseguidos por su fe en el Imperio Romano. Recordando lo anunciado por los profetas del Antiguo Testamento que tuvieron visiones del “día del Señor”, el Apocalipsis hacía realidad las verdades que llevaban a los cristianos a experimentar la victoria del Señor: Que Dios es soberano y todo lo sostiene en sus manos; que ha triunfado sobre Satanás, y que un día nos uniremos con él en el cielo nuevo y la tierra nueva.
Sabiendo esto, podemos ver que el libro del Apocalipsis no es tanto una predicción de acontecimientos futuros, sino un mensaje profético de consuelo y una fuente de aliento al pueblo sometido a tribulaciones y dificultades por su fe. En su nivel más profundo, el Apocalipsis comunica la palabra de Dios a cualquier persona que en algún momento experimente el conflicto entre la carne y el espíritu.
Por ejemplo, en Éfeso, los cristianos soportaban las pruebas y sufrimientos con paciencia (Apocalipsis 2, 3); el autor (Juan) los elogia por su trabajo y su paciencia en la difusión del Evangelio en medio de tanta adversidad. Sin embargo, el Señor dijo a esa iglesia: “Ya no tienes el mismo amor que al principio”; es decir, que sus obras eran dignas de elogio, pero le faltaba algo vital: el amor.
El amor es la esencia misma del cristianismo y la base de la ley y los profetas. Jesús prodigó su amor incondicional a sus discípulos y luego les mandó que pusieran ese amor en práctica en el diario vivir. Todo lo que sea trabajo honesto, rechazo al mal y perseverancia para soportar con paciencia la adversidad proviene del poder del amor de Dios.
Al ir perdiendo este amor, la iglesia de Éfeso corría el riesgo de privarse de la gracia y la protección divina y podía llegar a convertirse simplemente en un grupo social, un club o una asociación de personas activas y dedicadas, pero sin que su vida fuera un testimonio de la gracia y del poder sobrenatural del Señor; por eso, Dios les quitaría el candelabro, es decir, el testimonio de la gloria divina en su comunidad.
“Padre eterno, restituye en nosotros el primer amor que tuvimos por ti y continúa colmándonos de tu amor, para que seamos luminarias que brillen siempre con el resplandor de tu presencia.”
Salmo 1, 1-4. 6
Lucas 18, 35-43
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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