Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,13-18):San Efrén, diácono y doctor de la Iglesia
"En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»
Ustedes son la sal de la tierra… son la luz del mundo. (Mateo 5, 13. 14)
¿Qué significa esto? Que Jesús, presente en nuestro corazón y en toda la Iglesia, es quien ilumina la oscuridad del mundo y le brinda colorido y sentido, y así florecen los buenos atributos del amor, la paz, la justicia y la reconciliación, cualidades que no se dan en forma espontánea en la naturaleza humana.
Es decir, todo lo que tenemos que hacer nosotros es ser portadores de Cristo de palabra y obra, seamos dondequiera que nos encontremos. Así vemos que innumerables expresiones de amor y gratitud ascienden a Dios a medida que día a día, en cosas grandes y pequeñas, los cristianos ponen su vida a los pies de su Señor y Salvador, y que grupos de creyentes se reúnen en verdadera comunión fraterna. De muchas formas cuantos viven unidos a Jesús llevan al mundo la luz y la sal que anhela la humanidad (Mateo 5, 14).
Ahora bien, si hemos de ser luces en el mundo, tenemos que aceptar primero la “sal” del Evangelio en nuestra propia vida. Puede ser que, mientras reflexionamos en que Cristo murió en la cruz por nosotros, dejemos de preocuparnos de nuestros propios intereses y nos concentremos más bien en el poder del Evangelio. Es posible que al perseverar en la oración comencemos a entender la voluntad de Dios y nos sintamos movidos a modificar nuestras prioridades. Tal vez la lectura del texto bíblico nos haya hecho recordar un pecado que tal vez hemos guardado por mucho tiempo y nos sentimos impulsados a pedirle al Espíritu que nos limpie el corazón de toda oscuridad.
Así es como la sal de Cristo purifica el alma, dejando margen para que resplandezca su luz. Es posible que esto nos duela un poco —así como duele la sal en una herida fresca— pero el fruto de este proceso es sabroso y nutritivo. Recibamos, pues, con agrado la sal del Espíritu, y permitámosle escudriñar nuestra conciencia y purificarnos para que la luz de Cristo brille en nosotros. Si lo hacemos, nuestro apostolado de llevar el Evangelio y servir a la Iglesia contribuirá a brindar más esperanza al mundo.
“Oh, Señor, no permitas que mi sal pierda su sabor. Continúa acercándome a ti, Señor, por tu Espíritu Santo, para que tu luz brille a través mío y disipe la oscuridad del mundo.”
2 Corintios 1, 18-22
Salmo 118, 129-133. 135
Devocionario católico La Palabra con nosotros
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