viernes, 9 de noviembre de 2018

Meditación: Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12

Sus frutos servirán de alimento y sus hojas, de medicina.
Ezequiel 47, 12

La primera lectura de hoy nos llega dentro del contexto de que, en el año 573 a.C., el templo del Rey Salomón había quedado completamente destruido y los israelitas vivían en constante y completa aflicción, pero Dios les envió al profeta Ezequiel con un mensaje de esperanza: Habría un nuevo templo, mejor que el antiguo, y de este templo fluirían aguas que serían portadoras de vida y salud. Dios le estaba diciendo a los de su pueblo que no se quedaran paralizados por la desesperanza de la situación del momento, sino que elevaran la mirada hacia su presencia y confiaran en sus promesas.

Los cristianos sabemos que el nuevo templo anunciado por Dios se cumplió a cabalidad en Jesucristo, Nuestro Señor, porque su propio cuerpo era el “templo” que fue destruido y luego “levantado” por el poder de Dios (Juan 2, 19). Ahora, los miembros del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, somos piedras vivas (1 Pedro 2, 5) en la construcción del templo santo. Jesús es el torrente de gracia que nos llena de vida y poder. Los que estamos bautizados en la muerte de Cristo, nos hemos sumergido en el río de la vida que Dios nos ha dado. Y nosotros mismos estamos llamados a ser canales de gracia y salud; en efecto, todos en la Iglesia tenemos la misión de llevar la vida al mundo.

Esto es lo que celebramos hoy al recordar la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, en Roma. Esta catedral pontificia, sede del Obispo de Roma (el Papa) y considerada “la madre y cabeza” de todas las iglesias del mundo, fue construida poco después del año 313, cuando el Emperador Constantino declaró que todos sus súbditos cristianos eran libres de practicar su fe sin persecución.

Pero esta basílica no constituye solamente un histórico templo católico, sino que es símbolo de toda la Iglesia viviente, dinámica, vibrante y de la que brota el torrente del agua de la vida y el amor divinos. El Señor nos anima a todos, a ti y a mí, a que bebamos de esta agua y nos sumerjamos en ella. ¡Vamos, nademos en las aguas profundas y transformadoras del amor y la gracia de Dios, y así veremos la renovación de la Iglesia y del mundo!
“¡Dios mío, enséñame a adentrarme en el río de agua viva que fluye de tu templo sagrado, que es Jesucristo, mi Dios y Salvador!”
Salmo 46(45), 2-3. 5-6. 8-9
1 Corintios 3, 9-11. 16-17
Juan 2, 13-22

Fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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