jueves, 1 de noviembre de 2018

Meditación: Mateo 5, 1-12

Dichosos los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los cielos.
Mateo 5, 2

¡Qué infinitamente bueno es el Señor; nos ha revelado su gloria y nos ha dado a los santos como modelos de sus virtudes! La misericordia de Dios se manifestó principalmente en la forma en que estos virtuosos hombres y mujeres amaron a sus enemigos y perdonaron las ofensas; obedecieron los mandamientos; fueron mansos y gentiles con el prójimo y dominaron sus pasiones. Los santos, pobres de espíritu y separados del mundo, nos enseñan el amor de Dios.

Cuando meditamos en la vida que llevaron, ¿qué podemos hacer, sino alabar a Dios por su gloria? Sin embargo, como hijos de Dios que somos (1 Juan 3, 1), la vida divina debiera manifestarse en nosotros también. Se nos pide ser santos, porque fuimos creados para la gloria de Dios y para ser testigos suyos. En Jesús, somos hijos de Dios, es decir, hemos de vivir santamente: perdonando, confiando en Dios, esperando cada día en él; siendo amables y serviciales con los demás, dominando nuestras pasiones y siendo fieles a la voluntad de Dios revelada en las bienaventuranzas.

Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el Credo y que es muy consolador: “Creo en la comunión de los santos.” Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia triunfante, a quienes Jesús felicita: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5, 8).

Los santos, que vivieron en carne propia las bienaventuranzas, también están en comunión con nosotros, por el amor de Dios que “jamás dejará de existir” (1 Corintios 13, 8); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al Espíritu Santo. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplo de vida, sino sobre todo por la unidad que tienen con toda la Iglesia en el Espíritu.

Así, pues, la vida que describen las bienaventuranzas es nuestra herencia espiritual, y comenzamos a participar en ella cuando Cristo nos hace suyos y nosotros seguimos su ejemplo. Ahora somos hijos del Padre, y compartimos estas bendiciones. Por eso, alabemos la gloria de Dios que vemos en la vida de los santos, y pidamos que esa gloria brille también en nosotros por la presencia de su Espíritu.
“Amado Jesús, te doy infinitas gracias por aceptarme y adoptarme como hijo de Dios.”
Apocalipsis 7, 2-4. 9-14
Salmo 24(23), 1-6
1 Juan 3, 1-3
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros

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