Jesús, el buen samaritano
El hombre del evangelio había dejado Jerusalén atrás y se dirigió para Jericó. Jerusalén era la ciudad de Dios y Jericó la del comercio. El hombre le dio las espalda para el Señor y siguió en dirección a los placeres. Como el hijo pródigo, él fue buscar los placeres del mundo. Como dice el Evangelio, aquel hombre fue asaltado y golpeado.
“Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”
Lc 10, 30-35
Jesús es el que nos ayuda en nuestra tribulaciones. Él viene hasta nuestra miseria para llevarnos. Él derrama el aceite primero, que es el propio Espíritu Santo, que sana nuestras heridas. Él nos pone sobre Sus hombros y nos lleva para la hospedería que es Su Iglesia. Para los cuidados, Él deja dos denarios: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Y todavía prometió que todo va ser pago cuando él vuelva en Su venida gloriosa.
Traducción: Thaís Rufino de Azevedo
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