«Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (Lc ,).
Ofrece a tu hijo, Virgen santa, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre (Lc 1,42). Ofrece para nuestra reconciliación a la víctima santa que le agrada a Dios. Dios aceptará sin duda alguna esta ofrenda nueva, esta víctima de gran precio, sobre quien él mismo dijo: “éste es mi Hijo amado; en quien me complazco” (Mt 3,17). Pero esta ofrenda, hermanos, parece bastante dulce: es solamente presentada al Señor, rescatada por palomas y recuperada en seguida. Vendrá el día en que este Hijo no será ofrecido más en el Templo, ni en los brazos de Simeón, sino fuera de la ciudad, en los brazos de la cruz. Vendrá el día en que no será rescatado por la sangre de una víctima, sino donde él mismo rescatará a otros por su propia sangre… Será el sacrificio de la tarde.
Éste es el sacrificio de mañana: es alegre. Pero ése será más total, ofrecido no en el momento de su nacimiento sino en la plenitud de la edad. Al uno y al otro se puede aplicar lo que había predicho el profeta: “se ofreció, porque él mismo lo quiso” (Is 53,10). Hoy en efecto, se ofreció no porque necesitaba hacerlo, ni porque fuera sujeto de la Ley, sino porque él mismo lo quiso. Y sobre la cruz lo mismo, se ofrecerá no porque mereciera la muerte, ni porque sus enemigos tuvieran poder sobre él, sino porque él mismo lo quiso.
Entonces “te ofreceré un sacrificio voluntario”, Señor (Sal. 53,8), porque voluntariamente te ofreciste por mi salvación… Nosotros también, hermanos, ofrezcámosle lo mejor que tenemos, es decir a nosotros mismos. Él se ofreció a sí mismo, y tú, ¿quién eres para vacilar en ofrecerte por completo?
San Bernardo, abad
Homilía:
Sermón para la Presentación, n. 2.
No hay comentarios:
Publicar un comentario