Cuando Jesús llegó a la otra orilla, a la región de los gadarenos, fueron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros. Eran tan feroces, que nadie podía pasar por ese camino.
Y comenzaron a gritar: "¿Que quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?"
A cierta distancia había una gran piara de cerdos paciendo.
Los demonios suplicaron a Jesús: "Si vas a expulsarnos, envíanos a esa piara".
El les dijo: "Vayan". Ellos salieron y entraron en los cerdos: estos se precipitaron al mar desde lo alto del acantilado, y se ahogaron.
Los cuidadores huyeron y fueron a la ciudad para llevar la noticia de todo lo que había sucedido con los endemoniados.
Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogaron que se fuera de su territorio.
COMENTARIOFernando Torres Pérez, cmf
Las lecturas de estos días parece que siguen una misma dirección. Todas de una manera o de otra hablan de salir y de lo que puede pasar en el camino. Salir es siempre arriesgado. El que sale se tiene que enfrentar a lo desconocido y eso siempre nos resulta difícil. Preferimos atenernos a lo conocido, al ámbito en el que nos sentimos seguros y a salvo.
A veces las circunstancias de la vida nos empujan a salir de nuestro ámbito de seguridad, de nuestra casa. Es el caso de Agar y su hijo. Abraham se ve forzado, aunque eso no le exime de culpa, de su casa por los celos de Sara que quiere asegurar el futuro de su hijo: pretende que sea el único heredero. Situados en la perspectiva del Reino, quizá debamos pensar que se perdió en aquel momento una magnífica oportunidad para que los pueblos viviesen unidos. Quizá si Agar se hubiese quedado en la casa de Abraham con su hijo, que convivía normalmente con el hijo de Sara, hoy serían diferentes las relaciones entre los israelitas y los árabes. Quizá. Porque son dos pueblos que son hermanos (¡qué pueblos no son hermanos si partimos de la base que todos somos hijos de Dios!).
Pero eso es hacer política ficción. Lo cierto es que Agar se ve empujada al desierto con el agua justa para sobrevivir. Llega a una situación de desespero. Pero, como dice el refrán: “Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana.” En el mismo desierto en el que pensaba morir, se encuentra con un poco que le da la vida. Dios no deja que mueran ni ella ni el niño. En el camino ha encontrado la esperanza. Lo desconocido se torna amigable para ella. Se ha encontrado con el Dios de la vida donde ella esperaba ya sentada la muerte.
Claro que no siempre nos gusta que nos saquen de nuestra seguridad. Los gerasenos vivían muy tranquilos. Sus endemoniados eran un problema pero lo tenían localizado al haberlos encadenado en el cementerio. Los gerasenos vivían tranquilos. No habían pensado que para Jesús, el enviado de Dios, la salud, la vida, de aquellos endemoniados era más importante que todos los cerdos del pueblo. Quizá fuera posible que los gerasenos deseasen verse libres de los endemoniados. Pero no al precio de perder su riqueza, su comodidad, su seguridad. Era preferible que aquellos hombres sufriesen si ése era el precio a pagar por vivir bien. Lo que hace Jesús no les gusta. Por eso, le echan del país. Sin contemplaciones. Sería interesante examinar en qué zonas de nuestra vida no queremos que entre Jesús porque, aunque un poco endemoniados, preferimos no movernos de donde estamos.
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