El Señor dijó: «Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando este regresa del campo, ¿acaso le dirá: 'Ven pronto y siéntate a la mesa'?¿No le dirá más bien: 'Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después'?¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: 'Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber'.»
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
Con esta breve parábola sobre el amo y su esclavo concluye Lucas el pequeño catecismo acerca de las relaciones en la comunidad cristiana (14,25-17,10). La parábola es exclusiva de este evangelio y se sitúa en un escenario muy característico del antiguo oriente. Nos equivocaríamos si la abordásemos con criterios de justicia social, críticas al amo explotador, etc. Jesús parte de una praxis que todos conocen y aceptan, y de momento no entra a aprobarla o descalificarla; simplemente se sirve de ella para extraer una enseñanza. Esa es la función de las fábulas, leyendas, apólogos…
Pero Jesús va a trastocar la parábola misma para vehicular su enseñanza: los oyentes, que al comienzo quedaban comparados con el amo (“uno de vosotros tiene un criado”), al final son los “siervos”, y, para más inri, siervos inútiles. Esa la conclusión, la aplicación de la parábola a la comunidad creyente.
En todo grupo humano aparece la “riqueza” y la “miseria” de sus componentes. Particularmente se suelen hacer presentes las tendencias a medrar, a “ser alguien”. Los discípulos de Jesús discuten repetidamente en el evangelio acerca de quién es el mayor y quién el menor. Somos muy proclives a pasarnos la vida redactando la propia “hoja de servicios”, como se dice en el ejército. En la época de Jesús había mucha afición a contabilizar méritos religiosos, como si la salvación fuese objeto de conquista.
Los fariseos de aquel tiempo, en contra de lo que muchas veces se ha pensado, no eran gente malvada, ni muchos menos; querían ser fieles cumplidores de la ley, en la que veían la voluntad de Dios, pero habían caído en la deformación de “comercializar” sus buenas acciones, de haber establecido con Dios una especie de relación mercantil. Habían olvidado el salmo de la gratuidad: “Dios lo da a sus amigos mientras duermen”. A todo esto Jesús le da un vuelco con la invitación a “hacerse como niños”. Y aquí los occidentales tenemos que cambiar un poco la cabeza: el niño del mundo semita no era el inocente, el encantador… sino el que para nada vale, el que nada merece porque nada bueno ha hecho… Al niño sus padres le dan todo gratis, por puro cariño. Y Jesús advierte que “el que no reciba el Reino de Dios como lo recibe un niño no entrará en él” (Mc 10,15). El Padre nos lo da por puro cariño.
Además de la presunción de haber hecho mucho por Dios, puede darse también la de “pasar factura a los hermanos”, con el orgullo altanero de haberlos servido mucho, de haber hecho esto y lo de más allá por ellos, traduzcamos “por la parroquia”, “por el grupo”… Y surge la tentación de llamarles ingratos. La invitación de Jesús sería la misma: consideraos unos pobres siervos, no habéis hecho más que lo que os tocaba hacer. El engreimiento nunca es evangélico y el restregar a los demás el bien que se les ha hecho priva a esas buenas acciones de su natural nobleza.
San Juan de la Cruz, muy entendido en evangelio, acuñó aquellas célebres paradojas: para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada; para venir a tenerlo todo, no quieras tener algo en nada; para venir a saberlo todo,… Y un autor más reciente ha compuesto una oración así de simple, así de evangélica:
“Señor, mis manos son pequeñas y están vacías;
pero las tuyas son grandes y están llenas”
Nuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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